El libro que nunca pude escribir

A comienzos del 87, Germán Castro Caycedo fue a buscar a Pablo Escobar y también se encontró con Jorge Luis Ochoa y Carlos Lehder en Puerto Triunfo. Ese día Pablo Escobar aceptó contar su vida para un libro. Decisión que se desvanecería con la bomba en el Edificio Mónaco.
Foto:Archivo Cromos

Juan David Ochoa, Germán Castro Caicedo, Carlos Lehder y Pablo Escobar

Antes de la bomba en el Mónaco…
Germán Castro Caycedo, el periodista y escritor, comienza  su colaboración en CROMOS con esta historia llena de citas clandestinas, charlas con Pablo Escobar, viajes con Carlos Lehder en helicóptero, lluvia de plomo, valiosas piezas de artistas colombianos en el Edificio Mónaco, suspenso y mucha acción. Se trata de una serie de crónicas que, semana a semana, mostrarán al lector los recuerdos de un gran reportero en los tiempos que entrevistaba a los jefes de los carteles, cuando éstos todavía no habían abierto el capítulo del narcoterrorismo en Colombia.

Una tarde vi a Pablo Escobar cruzando la puerta del Edificio Mónaco y pensé en una fotografía, es decir, en un contrasentido: entrando, a la derecha, brota del muro un bronce esculpido por Arenas Betancur que se llama «Canto a la vida»: un hombre, una mujer, un niño de tamaño natural. Al frente estalló luego un auto relleno de dinamita y días después empezaron a morir hombres por docenas. Cuando les dejaban los ojos, los encontraban en La Cola del Zorro mirando para arriba o flotando en el Cauca. Los encontraban perforados con taladros en las rodillas, quemados con ácido. Los encontraban atados, con un gesto de miedo, con pavor. Los encontraban como se dice ahora, «tirotiaos» y la gente decía como se dice ahora:
– ¡Qué matada tan hijueputa la que les pegaron!  (Escobar murió encaramado en un tejado)

Ayer regresé al sitio: el calor del verano tropical punzaba el cogote como aquella tarde y un rayo amarillento, tal vez el último del atardecer, caía sobre la cara del hombre, de la mujer y del niño que aún sonreían. Arriba, en el último piso del Mónaco, hay una azotea con vista a los cuatro costados. Una madrugada subimos a tomar el aire y me asomé a la baranda que da a una calle estrecha con jardines cargados de flores todo el año.

Ahora yo tenía familia política en Medellín y exactamente al frente vivían unos tíos que nunca supieron que llegaba algunas noches a hablar de la historia subterránea del país con su vecino. Hacia el Sur, hombro a hombro con la capilla de Santa María de Los Ángeles y en la misma calle, vivían los Restrepo Angel, los primeros amigos que tuve en Medellín y a instancias de quienes conocí a mi primera novia.

Ahora debían ser las tres de la mañana. Abajo dormían las casas y los jardines en medio del alboroto de las chicharras. Sentí que Escobar prendió el varillo de marihuana que siempre prendía más o menos a esa hora, dio dos bocanadas grandes sin devolver el humo, envolviendo el varillo entre la mano, luego retuvo la respiración, unos segundos y cuando los ojos empezaron a brillarle, soltó así:

-¿Sabe una cosa? Yo soy todo lo que quise ser: ¡Un bandido!
Y sin dejarme hablar, agregó:
-Se lo digo así de claro… y de sentido, para que lo use como acápite de su libro.
-¿De sentido?
-Sí. Usted sabe que lo siento así.

Fumar marihuana estaba mal visto en los círculos de Escobar. El Mexicano, los Ochoa y en general los duros del momento, se fruncían cuando el olor ácido del humo de un varillo se cruzaba por sus narices. Y de meter coca pues ni hablar. Todos eran enemigos del vicio. Ninguno fumaba siquiera tabaco: ni Pablo Correa, ni Pelusa, ni Quico Moncada, ni el Negro Galeano, ni Gustavo Gaviria, ni Mario Henao, ni Jorge Luis, ni Juan David, ni Fabio Ochoa. Ninguno. Pero, de verdad: ninguno. Todos, deportistas. Por eso cuando había reuniones y llegaban las horas duras de la madrugada, Escobar se retiraba y en cualquier patio o jardín o terraza abierta al cielo, armaba un varillo grueso y bien apretado y se lo fumaba cuidándose de que el viento se llevara los rastros. Y cuando el varillo se había transformado en una pequeña lumbre que quemaba los dedos, es decir en una vulgar chicharra, la enterraba cuidadosamente en alguna maceta y se iba a la cocina, escarbaba en las ollas y neveras y comía con el mismo gusto que fumaba. Como era enemigo del trago, mantenía bodegas completas de cerveza sin alcohol que le llegaban del exterior y después del varillo y del calentado se apuraba una o dos latas y ya sobre las seis de la mañana empuñaba una subametralladora MPS, «que me regaló un general que llamábamos El Chapulín Colorao, hace un tiempo, cuando el MAS y la guerra con los del M19”m y se iba a dormir.

Era 1987. Era octubre y desde hacía diez meses lo veía dos veces por mes. Siempre sobre las nueve y las diez de la noche. Si la sopa estaba espesa enviada por mí al hotel.

Me hacían cambiar una o dos veces de auto. Generalmente trepábamos hasta las espaldas de El Poblado y terminábamos arriba, en las colinas, en una cabaña que llamaban «filo de hambre» o en otra construida con maderos verdes y afuera un chorro de agua reventando contra las piedras del jardín. El tipo soñaba con el agua al lado de las casas y era un noctámbulo empedernido. Hablábamos hasta las seis o las siete de la mañana, sin parar, y luego se perdía. Entonces alguien me llevaba hasta el hotel, dormía un par de horas y regresaba a Bogotá. Y si la sopa estaba clara, entonces tomaba un taxi o alguien me recogía y veníamos directo hasta aquí. El edificio permanecía vacío y él ocupaba con su familia el «pent house», un palacete de mármol, atiborrado de obras de arte. En el comedor, al fondo, su mujer había plantado un bodegón en bronce, macizo, oscuro: un metro y medio de alto y casi dos de extremo a extremo:

– La escultura de Botero…, dijo.
– ¿Cuánto le costó?
– ¡Todo el dinero del mundo!, respondió.

Entonces yo completaba once años persiguiendo algo que sintetizara la historia de la coca en Colombia. Había dejado de leer las arrobas de basura que producen europeos y norteamericanos sobre el tema y pensaba que si la coca ha sido el fenómeno más importante del fin del siglo en el mundo, el gran reportaje de fin de siglo debía ser ese, pero contado por colombianos y escrito por nosotros mismos. Sin pensar ni en gloria ni en dinero. Se trataba de capturar parte de una historia profunda. Al fin y al cabo hemos tenido la fortuna de ser testigos del momento más importante de nuestro siglo, y eso, para un periodista de hoy…  eso no puede quedar impune, pensaba.

Sin embargo, una y otra vez se frustraron intentos tan serios como este con Escobar, porque sus propias guerras así lo determinaron.

El primero había sido con Lheder pero la tensión que siguió al asesinato del ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, se lo llevó para Panamá y Nicaragua y solo lo volví a ver unos años después, palúdico, pobre y envejecido en Puerto Triunfo cuando daba las primeras de cambio para el libro sobre Escobar. Con él había recogido una serie de recuerdos sobre su infancia atormentada que están publicados en El Hueco. (En algún álbum debe haber una fotografía en la que estamos él, monseñor Castrillón y yo el día de la inauguración de la Posada Alemana, en Armenia).

Luego conocí a Pablo Correa, acaso más grande que Escobar, y cuando íbamos a iniciar una serie de charlas frente a la grabadora, desapareció y lo encontraron quince días después bajo un manto de tierra en Llano Grande, sin ojos y sin lengua.

Posteriormente hablé algunas veces con El Mexicano y cuando decidí pedirle que me contara su vida, él estaba para todo menos para hablar. Lo sentí acorralado. Tres meses después, fue asesinado en la Costa Norte.

Más tarde fue Fernando Galeano. Lo vi dos veces y estaba de acuerdo: iba a dar su lengua a torcer. Pero se canceló la tercera y unos días después de haber acordado una más, apareció su cadáver torturado dentro del baúl de un auto.

Conocí a Escobar cuando hacía campaña para representante a la Cámara (llegó a serlo). El martes 16 de agosto de 1983 vino al Congreso a atizar la candela durante el debate que le hicieron al ministro Rodrigo Lara Bonilla por haber recibido un cheque de un millón de pesos de manos de un narcotraficante para la campaña de Luis Carlos Galán, sin que Galán lo supiera y esa misma noche los noticieros de radio y televisión parecieron ocuparse más de él que del ministro a quien los narcos estaban machacando.

Un año y medio atrás. El primero de febrero de 1982, en casa de Juan Guillermo Jaramillo, en Medellín, coincidí con la plana mayor del galanismo en Antioquia: Juan Guillermo, lván Marulanda, Isaac Herckowich, Jorge Londoño:

Luis Carlos -le decía así desde cuando trabajamos en El Tiempo llegaba al día siguiente y estaba prevista una gira por los alrededores de Medellín. Como yo iba a asistir a un almuerzo en La Ceja, acordamos que cuando cruzara por allí para dirigirse a La Unión me recogerían y asistiría con ellos a la concentración. Lo hicieron. Galán venía solo en un auto y me acomodé a su lado. Le pregunté por sus cosas en Antioquia:

– Están enredadas, ¿Sabes?
-¿Con los liberales?
– No. Con la mafia. Parece que Pablo Escobar se quiere colar en nuestras listas y eso me preocupa. Si nos acompañas a lo de esta tarde en Medellín, posiblemente lo puedas confirmar, dijo.

Y esa tarde en la Plaza de Berrío, ante varios miles de seguidores, en su discurso Luis Carlos Galán expulsó del Nuevo Liberalismo al senador Jairo Ortega y con él a Pablo Escobar, de manera que cuando ese martes terminó el debate contra Rodrigo Lara Bonilla, pensé que todo estaba montado corno venganza contra el Nuevo Liberalismo. Entonces, con la ilusión de tratar de aliviar la avalancha inhumana que soportaba solo el ministro de Justicia, -mi amigo-, imaginé un programa de televisión. El plan era preguntarle por lo de la venganza a Escobar y a Carlos Lehder, a Rodrigo Lara. Y Luis Carlos y presentar los testimonios, -con el video del discurso en el momento de la expulsión-en un espacio especial. Todos estuvieron de acuerdo.
Escobar se hospedada la noche del debate en la suite presidencial del Hotel Hilton, en Bogotá, y cuando contestó el teléfono dijo que sí. Que hablaba, pero como quería filmarlo en su medio, dijo que me esperaba en Medellín el sábado siguiente.
-Cuando usted llegue, llame a este número y pregunte por Faber. El irá al aeropuerto y lo llevará a donde voy a estar yo, dijo.
Lehder respondió desde la suite presidencial del Hotel Tequendama.
También aceptó.
Acordamos que lo vería el domingo en Armenia.
-Magnífico, respondió, porque tengo gira política y voy a presidir varias manifestaciones en la plaza pública. Qué bueno que pueda filmar alguna, porque yo también voy a ser senador, dijo.
Una vez logradas las citas volví a hablar con Luis Carlos  y acordamos grabar una nota el lunes a las once de la mañana. A las tres de la tarde de ese mismo día entrevistaría a Rodrigo Lara en el estudio y saldríamos al aire esa noche.
A las diez de la mañana del sábado, Faber nos depositó en el barrio El Poblado, en Medellín, en una quinta con prados interiores y una piscina en el centro.
En una sala vimos equipos para editar y montar programas de televisión y en otra un pequeño estudio. Allí producían entonces “Antioquia al día”, varios minutos de noticias que ocupaban una sección en Telediario, el noticiero de Arturo Abella, a quien Escobar dijo que le compraba el espacio a través de un tercero.
La mañana era calurosa y brillante. Plantamos cámara bajo unas matas de hojas grandes buscando una luz pareja y sosegada y cuando estaban probando los micrófonos ingresó Escobar: era un hombre mediano, con una barriga tan incipiente como la papada, camisa barata, pantalón de dril y zapatos negros: uno con un cordón marrón y el otro negro, medias blancas y sonrisa socarrona.
Durante la entrevista lució tan felino y tan emplazado como era y al final me preguntó qué planes teníamos: -Volar a las dos a Pereira para buscar a Lehder mañana a primera hora. Es importante, le dije, pero él hizo una propuesta:
-Quédese porque esta noche quiero invitarlo a algo que no ha visto el país. Quédese en Medellín.
– Pero mañana no hay vuelos a Pereira en las primeras horas…
-Yo lo mando en mi avión personal. Es que lo de esta noche va estar sabrosito, insistió.
A las siete  me recogió en el hotel. Llegó solo, sin la nube de sicarios con que lo encontraba algunos años después, sin paso gatuno, sin tratar de ocultarse bajo una gorra o unas gafas oscuras. Solamente lo acompañaba Faber que se quedó esperándolo en el asiento trasero de un Renault 18, verde, que era el carro común silvestre de ese año.
Media hora después estábamos encaramados en alguno de los barrios del nororiente de Medellín, barrio de gente pobre, en el centro de un estadio de fútbol repleto de jóvenes ( él dijo que la capacidad eran seis mil personas), con las luces apagadas, y cuando anunciamos que estábamos listos para filmar, un altavoz anunció la presencia de “El patrón” que en ese momento avanzaba en la penumbra y cuando llegó al centro de la cancha, alguien disparó un pequeño castillo de pólvora y comenzaron a encenderse las potentes lámparas de luz blanca en los costados del estadio que, poco a poco, iban bañando el lugar con una claridad enceguecedora.
Durante esos minutos
-¿Quince?…¿Diez? – algo más de seis mil personas, de pie en las tribunas, de pie en la gramilla, apretujadas en los en las tribunas, de pie en la gramilla, apretujadas en los alrededores porq2u no podían entrar, gritaban con toda la fuerza de sus pulmones,
“Paaaablo, Paaaablo, Paaaablo….”.
(Nosotros conservamos el video).
Según contó Escobar un par de horas después, esta era la cancha número diez a la cual él le construía tribunas y le regalaba iluminación “de estadio de verdad”.
– Yo doy los planos, los cálculos, la arena, el cemento, el hierro, las torres, los reflectores, el drenaje, la grama y ellos ponen el trabajo – nos explicó.
– Y, ¿qué dicen las autoridades de esto?
– No dicen nada. Me imagino que están felices porque yo les hago parte de su trabajo.
De aquella  cancha de barriada bajamos a Medellín. Zona de Sears. En la mitad de la cuadra, Faber oprimió el botón de un control remoto y veinte metros adelante abrió la puerta del garaje.
Ingresamos. La puerta se cerró automáticamente a nuestras espaldas. Con otro control activó lámparas con luces ámbar, azules, rojas.
Arriba había un apartamento con piso de parquet cubierto con una película espesa de laca brillante, sillones Luis XV de terciopelo rojo, mesas de vidrio con biselado rosa y entre dos urnas fúnebres de barro tayrona, pompones de rosas de plástico.
En las columnas jónicas que enmarcaban el acceso al bar, enredaderas y uvas moradas del mismo material, (muestra del nuevo churrigueresco nacional) y arriba, en cada capitel, las iniciales P.E.G. Colgando de la pared una piel de cebra, de verdad, a cuyo lado titilaban los trazos de una copia al óleo del Cristo de los Cubos de Dalí, exaltados por un pebetero hecho con bombillitos en forma de llama y veladoras de plástico encarnado.
-¿Quiere beber algo?, preguntó Faber.
-Agua mineral.
– Entonces yo también, dijo Escobar y Faber la sirvió en vasos de cristal de bacarat.
A propósito de la piel en el muro, la conservación comenzó por el zoológico que había montado en su hacienda en Puerto Triunfo: toda una lucha de romanos, o como se dice en Colombia, un camello el verraco ¿oiga? Es que los blancos de Medellín amangualados con el Inderena no me querían dejar traer los animales: que ya había zoológico en Medellín, que si los estatutos de la Sociedad de Mejoras y Ornato, que si la peste. Hombre y yo pagando una fortuna en pastajes y granos y terrenos en los Estados Unidos… Hasta que se me acabó la paciencia o, mejor dicho, se me saltó la puta piedra ¿Oiga? Entonces le ordené a mi gente allá arriba que me mandaran los animales en un Jumbo de carga.
Mi arca de Noé. El avión aterrizó una semana después en el aeropuerto de Medellín y claro, un sapo del Inderena y detrás de él, otro, dizque de la Aduana y que los papeles y que el permiso ¿Cuál permiso? Pues el permiso, señor. Son animales… No los pude sobornar porque ya la cosa era muy ostensible: ya habían bajado la jirafa y detrás, en un montacarga venía la jaula del hipopótamo y más atrás las cebras. Una llegó enferma y a los dos días paró las patas. Es esa que está colgada ahí, al frente. Bueno. Ya en pleno tropel le digo a Faber, cuadren los seis camiones, pero echen por delante tal y tal y allá, al otro lado, tal y tal y tal. En los de allá metan lo gordo: el hipopótamo, elefantes, jirafas, rinocerontes, y todas esas aplanadoras, y en estos otros, las aves, animalitos más livianos, pero con mucho cuidado, ¿me entiende? Así lo hicieron. Cuando terminamos de cargar los camiones, ya había gente de la Alcaldía, de salubridad del Departamento, de la Policía secreta, un delegado de la Brigada del Ejército, otro del Cuerpo de Bomberos de Medellín, de las Damas Grises… Bueno, ¡mejor dicho! ¿Qué hice? Le dije a Faber, que los camiones salgan en fila india y arriba, en la glorieta, que los tres grandes miren a ver cómo van a despistar al carrito del Inderena y que se pisen para Puerto Triunfo y los otros tres que se vayan para el zoológico de Medellín como lo ordena la autoridad. Allá llegaron. Con aves y con esto y con lo otro.
Pero entonces yo había mandado ya a un muchacho a que transara con plata a alguien en el zoológico. Descargamos y nos fuimos, unos para la galería y otros para una finca y otros para tal pueblo y esa misma noche compramos cuanto pato, cuanta gallineta, cuanto loro y cotorra, cuanta gallina saraviada y cuanta pisca había.

Se compraron cabras, chivos, ovejas y por ahí a las tres de la mañana llegamos al zoológico y sacamos los antílopes, las cacatúas negras de Indonesia, las gallinetas de Nueva Guinea, los cisnes blancos de Europa, los casuarios, los faisanes, el pato mandarín, las grullas reales, unos canguros y dejamos la mercancía nacional. Pero en medio del despelote dice Faber, Patrón que las cebras. Están en actas y hay que reemplazarlas. Pues vayan a traer cuatro burros grises y que alguien consiga un tarro de pintura negra y una brocha. Que los camiones con las cebras arranquen para Puerto Triunfo y usted espera a que lleguen los burros y me los pinta bien pintados. Antes de que amanezca. Y, ¿sabe otra cosa que me sucedió ese día? Cuando llegué a Puerto Triunfo empecé a contar animales y mirar que los atendieran bien, cuando me dice Faber, Patrón, falta un hipopótamo. ¿Un hipopótamo? Pues sí. No hay más que uno. Miramos las guías y los papeles y, claro. Yo no había comprado sino el macho. Me faltaba la hembra. Que llamen a Miami. Hay que comprar una hipopótama porque el Arca de Noé está coja. Esa me la mandaron a Turbo. Claro, se formó el chisme y llegaron los periodistas y cuando supe que habían tomado fotos, mandé rápido un camión con un contenedor, empacamos la hipopótama en ese calor tan hijueputa – pobre animal-, y nos vinimos para Puerto Triunfo. En Santa Fe de Antioquia nos cruzamos con una caravana de carros del Inderena y de la cruz Roja y de la Sociedad de Mejoras y Ornato del Cuerpo de Bomberos y de las Damas Grises y un camión con Ejército… Adiós. Chau. ¡Coronamos!
Doce de la noche. A las siete de la mañana debíamos estar en el aeropuerto, en la zona de hangares privados, donde se agrupaban ese año cerca de doscientos aviones último modelo, de todas las marcas, de diferentes tamaños y autonomías, autorizados por el gobierno para volar libremente en nuestros cielos.

Todos pertenecían a los narcos. Y de ellos un enorme Lear Jet, una de las tres naves privadas de Escobar. Esa nos iba a llevar hasta Pereira. Allí nos informaron, estaría el helicóptero de Lehder esperándonos para trasladarnos a Armenia. “Pero no se impresione” – dijo Escobar – “en estas naves han volado, y no un vuelito corto, sino por todo el país y durante semanas y semanas., candidatos a la Presidencia de la República, algún expresidente, senadores, representantes a la Cámara, generales de la Policía y generales del Ejército, un arzobispo, patriarcas de nuestra sociedad, industriales muy respetados… Y muy respetuosos, ¿Oiga? No se impresione”.
Antes del medio día la plaza de un pequeño pueblo cercano a Armenia estaba llena de gentes hasta la mitad porque una caravana de buses camiones repletos de gentes traídas de otros municipios, habían depositado allí mismo su cargamento. A cada uno de los manifestantes le dieron un vale para que reclamara almuerzo y tres cervezas, media botella de aguardiente después de la manifestación, y otro vale para cobrar mil pesos de ese momento.

Cuando la plaza estuvo en su punto y una banda había calentado al auditorio, el helicóptero comenzó a descender. Lehder bajaba de los cielos. Y cuando se acabó la nube de tierra porque el aparato volvió a despegar, se ordenó por altoparlante aplaudir al caudillo que una vez encaramado en el atrio de la iglesia, vomitó una larga diatriba contra el Presidente de la República y la clase dirigente. Ese mediodía, bajo un sol de plomo, Lehder hizo citas de sus ídolos: Adolfo Hitler, Carlos Marx y el General Moscardó para poder explicar la doctrina de su propio partido político: el Movimiento Latino Nacional.
(Nosotros tenemos el video).
Al terminar el día lo entrevistamos envuelto en una nube de humo de marihuana.
El lunes temprano regresamos a Bogotá y tratamos de hallar a Luis Carlos Galán para cumplir la penúltima cita. Lo llamamos por teléfono a su oficina y luego a su casa a las once y cuarto y a las doce y a la una y a las dos y a las tres y a las cinco. Se había esfumado y cancelamos el especial de televisión. Era el lunes 22 de agosto de 1983.

Germán Castro Caicedo | Cromos.com.co
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