Hacienda Nápoles, bajo la sombra del capo

La mítica Hacienda de Pablo Escobar es hoy un parque temático que combina lo que queda del famoso zoológico con parques acuáticos y enormes dinosaurios.

Vista de la Aldea Doradal, un proyecto turístico ideado por Escobar que se asemeja a un pueblo del mediterráneo europeo. Foto:David Schwarz

Dice la leyenda que con la avioneta empotrada en la entrada de la Hacienda Nápoles Pablo Escobar coronó su primer cargamento de cocaína en Estados Unidos. Dice, también, que uno de los autos antiguos de su enorme colección, lleno de huecos de bala, perteneció a la famosa pareja de bandidos Bonnie y Clyde. Y aunque ambas historias fueron desmentidas por el propio Escobar, el hecho de que durante los años de abandono de la finca tanto avioneta como auto fueran robados por la gente que entró a Nápoles en busca de caletas, demuestra que su mito continúa vivo.

Porque, aunque todavía está ahí, a la entrada, la avioneta de matrícula HK 617 no es la original. Ésa la bajaron del arco blanco y azul que servía como portada de la finca y se la llevaron. La misma suerte corrió el auto antiguo, a pesar de que Pablo confesó hace casi treinta años que lo adquirió en Medellín y él mismo lo llenó de balas con una subametralladora. Pero parece que a la gente poco le interesa saber la verdad: lo importante es conservar el mito del que llegó a ser el narco más poderoso del planeta.

“Cuando la hacienda pasó a manos de la Dirección Nacional de Estupefacientes, entró en una época de abandono total –dice Oberdan Martínez, el administrador del parque temático que funciona en la que fue, durante años, la finca consentida de Escobar–. Se llevaron muebles, tejas y hasta arrancaron las puertas”.

Hoy lo único que está abandonado en las casi 3.000 hectáreas que conforman Nápoles es la casa de Escobar. La inmensa residencia de dos pisos, balcón, piscina, y hasta un pequeño helipuerto en la parte trasera, no es ni la sombra de lo que un día fue. Los muros están derruidos, la pintura caída y de las ventanas y paredes cuelgan reproducciones de viejas revistas y periódicos: la bomba a El Espectador, la bomba al DAS, el asesinato de Guillermo Cano, de Bernardo Jaramillo, de Carlos Pizarro, la explosión del avión de Avianca, las masacres de policías inocentes, bombas, terror, muerte, dolor…

Y uno como visitante, que viene tras las huellas de Escobar, no puede dejar de conmoverse cuando recorre uno a uno los cuartos de la casa; cuando entra a la que fue su habitación y ve una enorme foto del capo durmiendo plácido mientras, a su alrededor, se despliegan titulares de prensa con los cientos de atentados que planeó sin que le temblara la mano ni le remordiera la conciencia. Uno como visitante no puede dejar de imaginarse que ahí mismo, hace tantos años, el capo organizaba fiestas desbocadas, recibía políticos y militares, repartía dinero a manos llenas y decidía el rumbo que, para bien o para mal, iba a tomar el país.

Porque hay decenas, cientos de historias sobre lo que ocurrió en esta casa, en esta finca. Algunas quedaron escritas y otras no son más que rumores que se han encargado de volver el mito aún más grande. De las que están consignadas hay varias memorables: como esa de aquella vez cuando, en medio de una fiesta, le pidió a su piloto que fuera a Río de Janeiro y volviera con su avión lleno de ‘garotas’ brasileñas; o esa otra en que Carlos Lehder sacó un revólver y le disparó a quemarropa a uno de los guardaespaldas de Escobar por un lío de faldas; o esas tantas veces en que el capo invitó a sus amigos a navegar por el río Cocorná en botes que funcionaban con la turbina de una avioneta y se usaban para cruzar los Everglades, en la Florida.

Historias llenas de dinero, drogas, muerte y sexo que hicieron de la Hacienda Nápoles un referente obligado en la memoria de los colombianos.

NÁPOLES.

Si hacemos memoria, todo comenzó a joderse en 1984, cuando el capo decidió asesinar al entonces ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla, quien se había empeñado en demostrar sus vínculos con el narcotráfico y se encargó de echarle tierra a sus aspiraciones políticas. Desde entonces Escobar tuvo que esconderse y las visitas a Nápoles se hicieron esporádicas. A comienzos de los noventa el Estado allanó una y otra vez la hacienda hasta que después de su muerte, en 1993, empezó un largo proceso judicial para aplicar la extinción de dominio y apropiarse del predio. Siguieron varios años de abandono, la asignación de las tierras a desplazados por la violencia durante el gobierno de Ernesto Samper, en 1998, y, finalmente, la entrega de una parte del predio al municipio de Puerto Triunfo. Mientras que una extensión de Nápoles fue cedida al Inpec para construir una cárcel de máxima seguridad que hoy está en funcionamiento, el municipio decidió ‘alquilarle’ su parte a una empresa privada, Atecsa, que desde finales del 2007 se ha puesto en la tarea de convertir la Hacienda en un parque temático.

Y eso es hoy Nápoles: un parque que por momentos hace olvidar al visitante de su terrible pasado pero que, metros después, le escupe en la cara la violencia y muerte que vivió Colombia en la época más dura del narcotráfico. “Hay que dejar muy claro que nosotros no pretendemos hacerle un homenaje a un delincuente, ni queremos hacer apología del delito. No es nuestro objetivo, pero es imposible esconder que esta hacienda, su anterior dueño y todo lo que hizo, forman parte de la historia nacional”, dice Oberdan, un hombre joven, moreno y de peinado a ras que no parece sentir el calor sofocante y pesado que a esa hora –pleno medio día– azota la región.

Porque el parque está lleno de referencias a Escobar: el lago con los hipopótamos que mandó traer de África; los inmensos dinosaurios que construyó en su época y hoy han sido remodelados y aprovechados para hacer un par de atracciones acuáticas; la antigua plaza de toros que se utiliza para conciertos; las “rutas de fuga”, una serie de trochas que Escobar usaba para volársele al ejército y la policía cuando se sentía cercado; la pista de aterrizaje, desde donde enviaba y recibía cargamentos de cocaína, y las caballerizas, donde ahora funciona una fonda que tiene un muñeco en tamaño real de Escobar para que la gente se tome fotos a su lado.

Difícil ocultar que la mayoría de los visitantes acuden motivados por el morbo que genera conocer la propiedad mimada del capo. “Realmente esto no tendría el mismo éxito si le hubiéramos cambiado el nombre a Hacienda Doradal, por ejemplo. Nápoles llama la curiosidad de las personas”, dice Martínez. Y es cierto: los turistas recorren la hacienda buscando revivir un pasado que nos ha dejado secuelas de dolor y muerte; un pasado que nos recuerda, como dice Alonso Salazar en su biografía del capo, que “así está hecha la historia de Colombia, una tragedia sucede a otra, sin que haya tiempo de pensarlas, y se ha ido formando un sedimento en la memoria cargado de abundantes colores, fértiles para la venganza”.

PASADO, PRESENTE.

Jorge Eliécer Arboleda es un ebanista que trabajó para Escobar en la Hacienda Nápoles. Tiene 51 años, las manos callosas, una correa con la figura de un escorpión en la hebilla y el bigotico adusto pintado de algunas canas. Casi veinte años después de la muerte del capo, la imagen que tiene de Pablo es similar a la que se hicieron muchas personas de escasos recursos; esa imagen que él mismo se encargó de crear entre la gente pobre y que lo llevó a ser conocido, en algún momento, con el remoquete de “el Robin Hood paisa”.

“Con nosotros era un man bacano, amable; siempre nos daba buenos regalitos”, dice con su acento antioqueño y el tono de voz bajito, uniforme. No puede ser de otra forma: mientras que por un lado Escobar ponía a temblar al país a punta de bombas y asesinatos, por el otro se metía al bolsillo a la gente de escasos recursos. A Jorge Eliécer, quien conoció a su esposa dentro de Nápoles, le prestó una camioneta para que fuera a casarse hasta San Luis, le permitió hacer una fiesta dentro de la finca y hasta le regaló una vaca para que pudiera tener su leche todas las mañanas.

“Uno sí se daba cuenta de que él tenía sus dos caras, que con nosotros hacía cosas buenas pero que también tenía su lado oscuro de la guerra”, cuenta. Y por el tono en que lo dice, por la forma, uno entiende que en el fondo lo perdona; que más allá de un narcotraficante que desangró al país, Escobar fue para Jorge Eliécer y para las casi 1.500 personas que en algún momento alcanzaron a trabajar allí, un benefactor que les permitió tener una vida más digna de la que probablemente estaban destinados a llevar si no hubiera aparecido. “Lo poco que yo tengo se lo debo al trabajo que él me dio”, remata.

Realidad similar vivieron muchos habitantes de Doradal, corregimiento que pertenece al municipio de Puerto Triunfo y queda a escasos metros de la entrada a Nápoles. Un lugar que, si no fuera por la hacienda y por ese proyecto turístico llamado “Aldea Doradal” que Escobar planeó en los ochenta, podría confundirse sin problema con cualquier otro pequeño pueblo del oriente antioqueño: una plaza con parque, viejos jeeps Willys parqueados a su alrededor, una iglesia, tiendas, música popular a todo volumen. No hay mucho qué hacer aparte de soportar con estoicismo ese calor denso y pegajoso.

“Pablo era un buen tipo a pesar del poder que tenía”, nos dice Óscar, un joven de piel morena, bermudas y camisa blanca que nos lleva en mototaxi a conocer la Aldea Doradal. El lugar, aunque un poco afectado por el abandono, es la réplica de un pueblo cualquiera de la costa mediterránea europea: casitas de dos pisos y balcones pintados de blanco; piso empedrado y escaleras de ladrillo, una pequeña plaza con pozo en la mitad. Este proyecto turístico que planeaba el capo se vino abajo con el desplome de Nápoles; ahora los dueños de las casas son habitantes del pueblo y gente de Bogotá y Medellín que por entonces compró.

Al final tanto la Aldea como Nápoles conservan algo del esplendor de sus épocas de gloria. Y aunque es difícil que la sombra de Escobar deje de cobijarlas, ninguna de las dos hace mucho por quitársela. Después de todo, ese es su principal atractivo.

Martín Franco | Cromos.com.co

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