Pablo Escobar: El mal en persona

Por: Héctor Abad Faciolince / Especial para El Espectador
El escritor antioqueño explora la vida del matón que puso en jaque a la sociedad colombiana y que estuvo a punto de arrasar con el país. El Canal Caracol estrena mañana la serie ‘Escobar, el patrón del mal’.
Aquellos que, convertidos a la religión historicista, reemplazaron a Dios por la Historia y la predestinación divina por el destino histórico, tienen una especie de fe ciega en que los seres humanos, tomados como individuos —y por importantes que sean—, son meros “instrumentos de la historia”, la mano por medio de la cual se concreta algo que de todas maneras tenía que suceder, bien fuera mediante otra mano parecida o por caminos similares. El exterminio de los gitanos, la invasión de Polonia, el Holocausto judío y la Segunda Guerra Mundial, para ellos, serían necesidades históricas escritas en el destino de Europa, y acontecimientos que no tendrían nada que ver con un individuo llamado Adolf Hitler, sino el efecto de una corriente subterránea, de un Zeitgeist o Espíritu de los Tiempos hegeliano.

Otros científicos sociales, en cambio, piensan que sin Hitler no habría habido Holocausto, ni Segunda Guerra Mundial, y que los Gulag, más que una consecuencia natural de la ideología comunista, serían el efecto tangible de la mente paranoica y perversa de Joseph Stalin. Escribe John Mueller: “No había un momentum que condujera hacia otra guerra mundial en Europa; no existían condiciones históricas importantes que exigieran esa contienda, y las grandes naciones europeas no estaban en una ruta de colisión que pareciera conducir a la guerra. Esto es, si Hitler se hubiera dedicado al arte en vez de la política, si hubiera recibido una pequeña dosis extra de gas por parte de Gran Bretaña en las trincheras de 1918, si hubiera sido él —y no el hombre que marchaba a su lado— la persona baleada en el Putsch de la Cerveza de 1923, si no hubiera sobrevivido al accidente automovilístico que tuvo en 1930, si no se le hubiera concedido una posición de liderazgo en Alemania, o si lo hubieran depuesto en cualquier momento antes de septiembre de 1939 (o incluso antes de mayo de 1940), la mayor de las guerras europeas probablemente nunca hubiera tenido lugar”.

Algunos sociólogos y científicos sociales colombianos han caído también en la tentación de caracterizar a muchos de nuestros capos del narcotráfico como meros comodines de la historia. Es cierto que, siendo el comercio de las drogas ilegales un negocio tan bueno, siempre aparecerá alguien suficientemente carente de escrúpulos como para retomar el negocio cuando uno de los jefes narcos es apresado, extraditado o abatido. Pero el hecho es que desde la caída de Pablo Escobar en un tejado de un barrio de Medellín, si bien otros hombres han tomado su lugar en el negocio de la cocaína, ningún otro se ha atrevido a desafiar al Estado y a la sociedad colombiana con tanta virulencia como él lo hizo. La carnicería salvaje desatada por él, en realidad, no es la consecuencia necesaria de toda la actividad ilegal del narcotráfico, sino el efecto perverso de una mente particularmente enfermiza y maligna. Y de un talento excepcionalmente afilado y pulido para hacer el mal con todo el cálculo de su inteligencia.

A veces el mal, como decía Hanna Arendt, encarna plenamente en personajes banales y en apariencia intrascendentes. En señores que parecen bonachones padres de familia, capaces de crear un zoológico privado para su hija, en el que es posible satisfacer todos los antojos de la niña, sin excluir al unicornio. En la Hacienda Nápoles, cuando su hijita Manuela le pidió tener también un unicornio, ni corto ni perezoso el gran capo de la mafia colombiana se consiguió un caballito pony blanco y le hizo pegar en la frente un cuerno de narval, el unicornio marino.

La omnipotencia del dinero mafioso puede hacer que se materialicen incluso los animales fantásticos de los bestiarios, así sea sólo por media hora. Y en esta historia banal, Pablo Escobar puede aparecer como un amoroso padre de familia; el mismo que fue rastreado y abatido, precisamente, por llamar repetidas veces a sus hijos hasta que la señal de su teléfono fue detectada. Los torturadores y los verdugos pueden ser buenos hijos, aunque la idea no nos guste, y Pablo Escobar tampoco fue mal hijo con su madre, una mujer que, como su vástago, tampoco carecía de malicia. Lo más malo de los hombres malos es que son incluso capaces de hacer el bien (las autopistas de Hitler, las casas para los habitantes de un basurero, de Escobar), pues este pequeño bien lateral ayuda a ocultar el centro más sórdido de su maldad.

Claro que los hombres malos también cometen maldades en su vida privada, que de algún modo revelan su temperamento. Una sola anécdota —pintoresca como muchas suyas— evidencia el carácter machista, cínico y despiadado del capo. Molesto con una de sus muchas mozas, llevada con regalos y promesas a su hacienda en el Magdalena Medio, la amarró desnuda al tronco de un árbol, durante varias horas a pleno sol, e indujo a todos sus guardaespaldas e invitados a burlarse de ella y agraviarla. Sólo a la mente perversa de un torturador como Escobar se le ocurren castigos de este tipo, y además por fallas imaginarias.

Es importante conocer, repasar y no olvidar la maldad personal de un hombre sanguinario, que no puede ser recordado como un héroe de nada, ni como un Robin Hood de los pobres, sino como el dueño de una de las mentes más dañinas y perversas que se han producido en este país que, desgraciadamente, no ha sido infértil en personajes malignos. Aunque, comparados con Escobar, casi todos los otros criminales colombianos parecen aprendices.

Por eso es importante recordar el apogeo de su locura asesina y destructiva, allá por finales de la década de los 80 del siglo pasado, y el comienzo de los 90, hasta que al fin cayó abatido el 2 de diciembre de 1993. La muerte de Escobar fue un triunfo de la sociedad colombiana y desde entonces la guerra de los carteles de la droga contra las instituciones del país ha venido bajando en intensidad, así no haya desaparecido del todo ni siquiera hoy.

El año de 1991 marcó un hito en la historia de Medellín. La tasa de homicidios en la segunda ciudad de Colombia tocó el pico de 381 homicidios por cada 100 mil habitantes (que es una cifra de país en guerra). Jamás había habido tantos asesinatos en un año: alrededor de 7.500. De esta cifra, casi 500 eran policías en ejercicio a quienes Pablo Escobar mandó matar uno por uno. Él mismo ofrecía una recompensa en efectivo a todo aquel que matara a un policía en la calle, en su casa, vestido de civil o en uniforme. Y de los otros siete mil muertos, muchos de ellos se pueden atribuir también, directa o indirectamente, a este personaje abominable. La misma policía horrorizada, en retaliación, hizo redadas infames en los barrios de Medellín donde Escobar contrataba sus sicarios, y apresó y mató a jóvenes inocentes, ayudando así a que nuestra tasa de homicidios fuera una de las más altas del mundo.

Desde que el M-19 secuestró a Marta Nieves Ochoa en 1981 (hermana de los mayores aliados de Escobar en el negocio), el Cartel de Medellín se había convertido no sólo en un negocio para el procesamiento y la exportación de cocaína, sino en una máquina de muerte contra todo aquel que se les opusiera. El gran inspirador y diseñador de esa maquinaria —el MAS (Muerte a Secuestradores)— no fue otro que el capo Pablo Escobar.

Los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar) nacieron del vientre del MAS, y del capo habían aprendido sus mismas tácticas sanguinarias e implacables. Porque el supuesto perseguidor de los secuestradores se convirtió a su vez en uno de los secuestradores más activos. Su trayectoria perversa no sólo lo llevó a secuestrar al hijo de don Gustavo Toro (fundador y propietario del Éxito) por el solo delito de que en sus almacenes se vendiera El Espectador, sino también a asesinar al director de este diario, don Guillermo Cano, uno de los pocos periodistas que, en esos años oscuros, tuvieron el valor de denunciar con nombres y apellidos a uno de los peores criminales de nuestra historia. Luego vendrían las bombas a El Espectador, al DAS, a la plaza de toros de Medellín, el asesinato de Diana Turbay y el de Luis Carlos Galán, para no citar sino algunos de los casos más recordados y estremecedores.

Conocer la vida de los malos, de los criminales más salvajes, es una pasión humana. Quizá nos fascine ver la representación del mal porque de esa manera aprendemos a reconocerlo y a defendernos de él. Así como hacer películas sobre Hitler (y mostrar su monstruosidad tal como fue, sin excluir sus facetas amables, como su amor por los perritos falderos) no es alimentar el nazismo ni desprestigiar al pueblo alemán en su totalidad, asimismo los libros y las series sobre Escobar no incitan al narcotráfico ni son una manera de denigrar de todos los antioqueños. Es una forma de entendernos y de mirarnos en un espejo desagradable, con la esperanza de que ese horror no se repita.

Lo cierto es que para un tipo perverso como Pablo Escobar las viejas virtudes laboriosas y empresariales de su pueblo resultaron útiles. La gente de su región, los antioqueños, tienen culturalmente una vieja sabiduría comercial, pulida por un ejercicio centenario; también un narcotraficante dedicado al comercio de cocaína tiene que cumplir con la palabra y si les dice a sus clientes gringos o mexicanos que está enviando 950 kilos de alcaloide puro, en tal fecha, éstos no pueden llegar dos semanas después, ni pueden ser 940, ni 946, ni la cocaína puede estar cortada con talco para reducir su pureza. Puntualidad, exactitud y buena calidad son hábitos comerciales necesarios para el oro, las telas o el café, pero también para la cocaína. Escobar fue un empresario eficiente, así como los nazis exterminaron a los judíos eficientemente. La eficiencia y la maldad no son incompatibles. Escobar tenía un gran talento organizativo, capaz de construir fábricas de procesamiento de cocaína en la selva, en pocos meses, dotadas no sólo de todas las necesidades de insumos, de químicos, vigilantes y obreros bien entrenados, sino de la infraestructura de transporte terrestre y aéreo de la materia prima y de la mercancía terminada.

Las últimas dos décadas del siglo XX, quizá las más violentas de la historia colombiana, no se entenderán nunca si no se comprende de qué manera el narcotráfico lo penetró todo, hasta financiar y pervertir no sólo a las guerrillas y a los paramilitares (ya de por sí perversos), sino también a buena parte de las instituciones. Para perseguir y matar a Escobar hubo una alianza con criminales que habían aprendido de él sus mismos métodos sanguinarios: los hermanos Castaño, que se convirtieron en los peores asesinos colombianos tras el deceso de Escobar.

En un estudio exhaustivo publicado recientemente (Víctima de la globalización), el profesor James D. Henderson explica de qué modo el narcotráfico —más que las desigualdades, la injusticia social o el supuesto “momento histórico” del país— es en buena medida el culpable de la destrucción de la paz colombiana. De una década —la de los 60— relativamente serena, pasamos a una de las peores carnicerías de nuestra historia, que duró más de 30 años y todavía padecemos atenuada, gracias a ese engendro del tráfico de drogas, que ha sido el combustible de todas las violencias y que tan bien encarna en la figura perversa de Escobar.

El hecho de que la guerra contra las drogas haya sido y sea un fracaso, y la necesidad hoy en día de replantearnos esa lucha en el mundo entero, con miras a una despenalización de la producción y del consumo de estupefacientes, no significa para nada que quienes se dedicaron y se dedican a ese negocio sean víctimas de su ilegalidad. Al contrario, se aprovechan de ella y de ella viven. Son ellos quienes alimentan el caos y la violencia pues nunca les va mejor que en un país descuadernado y sin instituciones.

La falta de escrúpulos no es sólo para infringir la ley que prohíbe producir o vender cocaína, sino para ir mucho más allá: secuestrar, sobornar, matar jueces, policías y funcionarios, asesinar inocentes, comprar o silenciar periodistas, usar el terrorismo para sus propios fines, desestabilizar a todo un país, crear una cultura que idealiza la muerte y la vida aventurera de los matones. Hay que mirar de frente al mal, y al malo, no para embelesarse con él, ni para encumbrarlo, sino para identificarlo, repudiarlo y combatirlo.

Pablo Escobar no fue un instrumento pasivo de la historia. Fue un matón activo que ejerció su maldad con gran eficiencia, que puso en jaque a toda la sociedad colombiana y que en su delirio destructivo estuvo a punto de arrasar con el país.

Es cierto que uno no debe alegrarse con la muerte de nadie, pero ese cuerpo abatido del mal, esa barriga al aire con una pistola en la mano, ese cadáver al fin incapaz de maquinar asesinatos, secuestros y actos terroristas, no nos entristeció. Su muerte violenta, en la misma ley de la selva que él impuso, representó el comienzo de la redención de un país desangrado por muchas maldades, pero sobre todo por esa maldad sofisticada, precisa, pura, inteligente, de un hombre solo y dañino: Pablo Escobar.

Los magnicidios de Escobar y sus sicarios

La palabra magnicidio se puso de moda en tiempos de Escobar. La lista de personajes ilustres que fueron asesinados fue común. Magistrados, jueces, políticos, periodistas u oficiales de la Fuerza Pública fueron cayendo abatidos por sicarios motorizados o víctimas de atentados terroristas. Una generación de líderes no sobrevivió y en el río revuelto de la violencia mafiosa otros asesinos también sumaron sus nombres.

Rodrigo Lara Bonilla, ministro de Justicia, asesinado en abril
de 1984.

Tulio Manuel Castro Gil, juez del caso Rodrigo Lara, asesinado en julio de 1985.

Hernando Baquero, magistrado de la Corte, asesinado en julio de 1986.

Gustavo Zuluaga, juez contra Escobar, asesinado en octubre de 1986.

Jaime Ramírez, jefe de la Policía Antinarcóticos, asesinado en noviembre de 1986.

Guillermo Cano, director de El Espectador, asesinado en diciembre de 1986.

Carlos Mauro Hoyos, procurador general, asesinado en enero de 1988.

María Helena Díaz, jueza sin rostro contra Escobar, asesinada en julio de 1989.

Carlos Valencia, magistrado del Tribunal de Bogotá, asesinado en agosto de 1989.

Valdemar Franklin, coronel de la Policía Antioquia, asesinado en agosto de 1989.

Luis Carlos Galán, candidato presidencial, asesinado en agosto de 1989.

Enrique Low Murtra, exministro de Justicia, asesinado en abril de 1991.

El terrorismo de los carros bomba en las ciudades

En el momento crucial de su guerra contra el Estado, la sociedad y sus rivales en el mundo de la mafia, el capo de capos hizo uso del terrorismo para amedrentar. En asocio con otros capos, Pablo Escobar implementó los ataques con carros bomba que causaron decenas de víctimas entre ciudadanos inermes. Hasta un avión comercial con 107 inocentes a bordo fue explotado en el aire.

El 2 de septiembre de 1989 explotó un camión bomba frente a las instalaciones del periódico El Espectador, en Bogotá.

El 16 de octubre de 1989, un carro bomba estalló frente a las instalaciones del periódico Vanguardia Liberal, de Bucaramanga.

El 27 de noviembre de 1989, fue explotado un avión de Avianca que iniciaba su itinerario de vuelo entre Bogotá y Cali.

El 6 de diciembre de 1989, un bus bomba fue detonado frente a las instalaciones del DAS en el sector de Paloquemao en Bogotá.

El 12 de mayo de 1990, antesala del día de la madre, detonó un carro bomba en un populoso sector del barrio Quirigua, en Bogotá.

El 16 de febrero de 1991, un carro bomba fue explotado a las afueras de la Plaza de Toros de La Macarena en Medellín.

Los bárbaros en un país asediado por la violencia

La cíclica violencia en Colombia ha catapultado a la condición de matones a muchos jefes de bandas armadas. Bandoleros, delincuentes comunes, guerrilleros, paramilitares, la lista de bárbaros es corta frente a lo que han sido sus excesos. A la cabeza de la lista está Pablo Escobar, junto a sus principales lugartenientes, pero entre sus enemigos también se puede armar un catálogo de malos.

Jacinto Cruz Usma, alias ‘Sangre Negra’. Asesino abatido en agosto de 1964.

Humberto ‘El Ganso’ Ariza. Se cansó de matar en Boyacá. Lo mataron en 1985.

Gonzalo Rodríguez Gacha, alias ‘El Mejicano’. Narcotraficante y terrorista.

Orlando Henao, jefe del cartel del Norte del Valle. Promotor de innumerables crímenes.

Wilber Varela, alias ‘Jabón’, heredero del cartel del norte del Valle y gestor de violencia.

Diego León Montoya, otro capo cuyas guerras dejaron muchas víctimas en el Valle.

Víctor Rojas, alias ‘El Mono Jojoy’, el más sanguinario de los jefes de las Farc.

Diego Murillo, alias ‘Don Berna’, sus crímenes llenaron de luto a Medellín y alrededores.

Hernán Giraldo fue el mandamás de los paramilitares en la Sierra Nevada de Santa Marta.

Carlos Castaño. Junto a sus hermanos Fidel y Vicente, solo dejó una historia de horror.

Salvatore Mancuso. En el Catatumbo o en Córdoba impuso la pena de muerte con las AUC.

Rodrigo Tovar, alias ‘Jorge 40’, sus crímenes aún se lamentan en toda la Costa Atlántica.

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