-¡Señora Griselda Blanco, pase a la ventanilla, por favor! John Jairo, sobresaltado, levantó la mirada: «Hermano, si usted la hubiera visto, era una ancianita ahí, con un tipo moreno, bajito como ella, trigueño, diga usted de unos cincuenta años más o menos. De una vez percibí algo extraño y pensé que Griselda Blanco no hay dos en el mundo ni por el hijueputa. Griselda Blanco solo hay una, papá, y esa es la Reina de la Coca», dice.
El Mono no creía lo que estaba viendo, mientras esperaba cansadamente a que le entregaran un certificado en la Oficina de Instrumentos Públicos de Medellín. Dice que pudo haber sido entre el 10 y el 11 de febrero de 2012 cuando volvió a encontrarse con Griselda Blanco, aquel nombre tantas veces mencionado en el mundo del sicariato y del hampa.
«Me paré, me acerqué y le dije, ‘Doñita’. El tipo que estaba con ella me frenó, pero yo le volví a insistir».
-¿Sí me recuerda, Griselda?
-Esos ojos claros no sé dónde hijueputas los he visto, pero que los he visto, los he visto. ¿Quién sos vos, malparido? -preguntó ella.
-Soy yo, John Jairo, el monito.
-¡Ay, no puedo creer esto! -exclamó Griselda, alborozada, mirando para todos lados, mientras dejaba escurrir una amplia sonrisa.
«Y me comenzó a besar y a decir, papito, cómo ha estado, qué ha pasado con vos, mijo, es que yo los cuidaba a ustedes cuando eran niños».
-¿Qué estás haciendo, mijo? -le preguntó, con el tono de una anciana en conversación con su nieto.
-Nada, mamita, no estoy aguantando hambre porque Dios es muy grande, pero ahí me estoy defendiendo.
-Papito, tengo pa’ ponerlo a trabajar a lo bien, en cosas buenas, en cosas buenas.
Por ofrecimientos como ese fue que a Griselda siempre la llamaron la Tía en Barrio Antioquia. Con toda la fortuna que llegó a atesorar en su mejor momento -hablan de quinientos millones de dólares- no le era difícil hacer de benefactora en un barrio con tantas necesidades.
«Ah, no. Allá todo el mundo la quería. Y cuando Griselda venía de Nueva York traía un container lleno de juguetes para todos los niños del barrio, eso era una cosa espectacular, impresionante. Griselda llegaba al barrio y eso era como si llegara la mamá de medio Medellín», exclama, emocionado, John Jairo.
Griselda y el Mono intercambiaron teléfonos y prometieron llamarse.
Le pregunto qué impresión le dejó verla después de tanto tiempo. «No, una ancianita a la que yo no hubiera sido capaz de hacerle nada. Y eso que ella nunca fue amorosa con nadie. Ella a los trabajadores los trataba a la hijueputa. Todos sabían cómo era el temperamento de ella. Pero lo que yo vi ese día fue una viejita indefensa, una benévola. Yo la comparo con mi mamá: cariñosa y tierna».
* * *
Se calcula que la fortuna de la ‘Reina de la Coca’ llegó a sumar dos mil millones de dólares. La revista ‘Forbes’ no logró cuantificarla. Al final de su días llevaba una vida discreta. Archivo particularEl Mono salió de la cárcel en 2004 y desde entonces oyó muchas veces decir que su primera patrona, Griselda Blanco -a la que le había hecho un par de mandados con pistola- andaba nuevamente las calles de Medellín, en una suerte de jubilación discreta.
Sabía lo que todos: que luego de diecinueve años en una cárcel de Florida había sido deportada. Pero el Mono nunca se había topado con ella.
El Mono o el Escritor, como también le decían de manera burlona en sus épocas tempranas de delincuencia, más que un narcotraficante, era sicario. Entre 1985 y 1992, este hombre fue uno de los más enconados pistoleros del Cartel de Medellín.
La Gran Manzana fue uno de los primeros territorios que coparon los narcos colombianos, incluida Griselda, cuando aún no se hablaba de carteles. John Jairo fue un producto de lo que comenzó con Hélmer Pacho Herrera, un inmigrante que pasó de ser un anónimo mecánico latino a uno de los miembros más adinerados del Cartel de Cali y uno de los pocos homosexuales que escalaron alto en la patibularia pirámide de la mafia. Herrera tenía antecedentes de distribución de pequeñas cantidades de narcóticos en Nueva York que datan de 1975, según se lee en un comunicado de la DEA de septiembre de 1996.
En la ‘capital del mundo’ está la raíz y la génesis de la guerra a muerte que libraron Miguel y Gilberto Rodríguez Orejuela con Pablo Escobar. Una historia de cientos de muertos, de los cuales él, John Jairo, contribuyó al poner algunos, guerra que se inició cuando Pacho Herrera estaba preso en Nueva York y compartió celda con dos hombres, uno apodado Piña, del Cartel de Cali y, el otro, el Negro Pabón, del Cartel de Medellín. Lo que vendría después es descrito fugazmente por Alonso Salazar en La parábola de Pablo.
«Al salir libre, Herrera se llevó a Piña para Cali. El Negro Pabón, de regreso a Medellín, descubrió que su mujer y Piña le ponían los cachos. Para vengar su honor herido, con respaldo de Pablo, le pidió a Pacho Herrera que le entregara a Piña». Y Herrera se negó.
Los Rodríguez Orejuela no oyeron tampoco la intermediación ni las exigencias de Pablo. Entonces vinieron el bombazo al edificio Mónaco en 1988, en Medellín; los atentados a las sucursales de Drogas La Rebaja, en Cali -empresas fachada de los Rodríguez-, y luego llegarían los muertos caleños, los muertos paisas y los otros muertos.
La guerra entre carteles, de la que John Jairo fue un actor de reparto más, se había desatado por la traición de una mujer, la esposa del Negro Pabón, la malinche ochentera de los narcos.
* * *
El Escritor llegó a Estados Unidos importado de una barriada del nororiente de Medellín. La prueba de su pasado es el carné achacado y ceroso de expresidiario. Nació en 1959, no expresamente para las letras. Fue en 1976, a la edad de diecisiete años, que conoció a Griselda, con quien trabajaría por encargo en tres ocasiones.
En su memoria gravita que Griselda era una mujer de 1,60 metros de estatura, con un cariz de mujer sensual y provocadora. «Era una vieja espectacular, parecía pereirana. Tenía un problema en el habla, por eso le decíamos ‘sopita’. Y una personalidad y un don para tratar a la gente el hijueputa».
Haría más de treinta años que John Jairo vio a Griselda por última vez. Fue en una fiesta que ella organizó en una de sus fincas de San Antonio de Prado (corregimiento once kilómetros al suroccidente de Medellín) y que tenía como propósito, al parecer, el asesinato de cuatro de los invitados especiales. O al menos ese fue el resultado de la celebración.
«Era una casa-finca hermosa. Griselda tenía varias, unas veces dormía aquí, otras allá. Esa fue una rumba impresionante, con orquesta y todo», son las palabras del Mono. Pero a media noche, cuando la fiesta alcanzaba toda su convulsión, la Tía pidió a uno de sus escoltas que matara a cuatro muchachos de los que sospechaba que la estaban traicionando. «Les dispararon, recogieron los cuerpos, los montaron en una camioneta y se los llevaron para un botadero de basura», continúa.
La fiesta siguió. No era una escena de El Padrino, no era don Vito Corleone el que hablaba y sentenciaba, diciendo «aquí no ha pasado nada». Era la Madrina paisa. Era la fiesta de la Tía que, sin más ni más, se había vuelto a prender.
Griselda tenía varias fincas a las afueras de Medellín. Una de ellas, tal vez la más famosa, fue la de San Martín, edificada montaña arriba del barrio Robledo, al noroccidente de la ciudad. La propiedad fue incendiada por sus enemigos el 14 de octubre de 1980. Durante ese año, la Reina de la Coca había desaparecido y solo se sabía de ella a través de pequeños recortes de periódico que anunciaban asesinatos y vendettas en contra de todo lo que oliera a ella.
Un día después del incendio, la policía encontró en la finca una pila de fotografías de la Madrina, cuatro motocicletas de 500 cc., planos de varios inmuebles y documentos que registraban negocios de Griselda con Alberto Bravo, su segundo esposo.
La casona ya era famosa por las frenéticas fiestas que acostumbraba ofrecer Griselda, y en las que no era extraño que el baile terminara en varios muertos. Un cronista judicial del diario El Colombiano, de Medellín, lo reseñó así: «… en la madrugada de un domingo, durante una reunión y en medio de una orgía que realizaban varios mafiosos con un grupo de mujeres, cuando el alcohol y otras sustancias habían hecho sus efectos, se registró un violento tiroteo. Dos narcotraficantes murieron, uno quedó tendido boca arriba a la salida de la casa y el otro en una manga, pues en momentos en que huía fue acribillado por la espalda».
Para 1980, la Tía ya contaba con una colección de enemistades que estaban dispuestas a lo que fuera con tal de sacarla del camino, es decir, de expulsarla de las cinco rutas de las que ella se ufanaba de ser su dueña. Es a Griselda a la que se le endilga el haber implementado la práctica del sicariato en moto. Una vez, en el norte de Medellín, unos muchachos que le estaban haciendo un trabajo a Griselda se quedaron atascados en el tráfico y fueron capturados por la policía.
Según lo recuerda el Mono, Griselda dio una orden tajante: quedaba prohibido utilizar sus carros para cometer asesinatos, «mejor dicho, fue ella la que institucionalizó en Medellín el sicariato en moto».
Es inevitable, en este punto de la conversación, que le pregunte a John Jairo quién considera que tuvo más sangre fría, Griselda o Escobar. Se lo pregunto al recordar una entrevista que John Jairo Velásquez Vásquez, alias Popeye (con quien me reuniría más tarde en la Cárcel de Máxima Seguridad de Cómbita, en Boyacá), le concedió al exvicepresidente y periodista Francisco Santos, en la que le contó una anécdota que daría para pensar que los nervios de acero -si es que así se le puede llamar a la tranquilidad para cometer un crimen o a la frialdad para esquivar a la muerte- los llevaba el segundo.
Popeye le dijo a Santos que días después de haberse fugado con su patrón (en julio de 1992), y mientras estaban escondidos en una cañada, con las fuerzas militares respirándoles en la nuca, su patrón lo llamó, acelerado, para contarle algo. «Él estaba escuchando un radiecito pequeño que tenía y me dijo, Pope, venga, venga. Y yo me fui rápido porque estaba mirando que no se nos viniera el ejército.
Yo pensaba, qué pasaría. Cuando me dice, en medio de ese problema tan terrible en el que estábamos, ‘Popeye, Medellín metió un gol'».
El Mono y yo estamos sentados en una banca de un parque del barrio Laureles de Medellín. «A la franca, la de más sangre fría era ella. No sé si tenga que ver que con que era mujer. Pero de los capos del Cartel de Medellín, del Cartel de Cali, del cartel que me coloqués, ningún jefe pudo haber matado más gente inocente que la que mató Griselda Blanco. Porque el problema era este: Griselda primero mataba y luego investigaba. Eso era lo berraco de ella.
Decía, por ejemplo, ‘yo creo que fulano de tal hizo esto, vayan y maten a ese hijueputa’. Entonces iban y lo mataban. Y si quedaba todavía la duda e incluso luego encontraban que la víctima no había sido el verdadero responsable, Griselda se dejaba venir con una frase y un jadeo: ‘Ah, bueno, ese ya se murió'».