Las monas de Escobar

Por: Piedad Bonnett – ELESPECTADOR.COM

Los creadores y distribuidores del album de “monas” de Pablo Escobar sabían bien lo que hacían cuando lo pusieron a circular: no sólo lucrarse de la popularidad de la serie que se emite en estos momentos, sino perpetuar el mito del capo y de paso hacer un repaso de lo que puede obtener el poder de la mafia: fincas extravagantes, carros, aviones, mujeres. Los coleccionistas, niños y adolescentes de los barrios más populares de Medellín, son los hijos y nietos de los hombres y mujeres que a la hora de la muerte de Escobar acompañaron su féretro al cementerio, enardecidos por la caída del que consideraban su benefactor y su héroe, un hombre capaz de todo.

Que todavía hoy, veinte años después, haya niños y muchachos que quieran ser como Escobar, tiene su explicación: hace ya mucho que en este país (en unas regiones más que en otras) se consolidó la mentalidad del todo vale, del atajo para conseguir lo que se persigue, de la ambición del dinero fácil. Beben esta permisividad en su entorno más cercano. Y no sólo, como podría pensarse, en las clases más populares, donde muchos buscan salir de pobres desafiando toda ley y llevados tanto por la picardía como por el resentimiento. También numerosos ciudadanos de las clases media y alta echaron por la borda ya hace mucho la ética del trabajo y el esfuerzo, y la fe en la educación como camino. Ahí están, para la muestra, nuestros dirigentes marrulleros y tramposos, algunos de ellos en la cárcel.

Entre los niños coleccionistas -aquellos que opinan, como sus padres, que lo malo de Escobar fue que se metió a hacer política porque si no seguiría vivo y con éxito- habrá ya futuros capos, porque está visto que en las organizaciones mafiosas a rey muerto rey puesto, por los siglos de los siglos. Y los jaladores de carros y raponeros pasan pronto a tareas mayores, antes de tener fincas, yates, aviones, parar en una cárcel gringa, delatar a sus cómplices, y salir frescos unos añitos más tardes con visa para ellos y sus familias.
¿Y cómo se destierra esta mentalidad, arraigada ya en unas parte de la sociedad? Difícil, porque no suele haber sanción social. Las multitudes perdonan y olvidan y hasta los medios hacen gala de una permisividad que los lleva a hacerse los de la vista gorda con ciertos personajes no propiamente santos.

La tradición es amplia: es sabido que en los comienzos del auge del narcotráfico la burguesía aceptaba en sus salones a personajes dudosos, minimizando los rumores que corrían sobre sus malos pasos porque así les convenía. Y que reconocidos futbolistas tuvieron nexos con la mafia y con los paramilitares, visitaron a sus jefes en la cárcel, recibieron dinero de los mismos, y luego siguieron tan campantes, figurando como si nada en los periódicos y acompañados por el fervor de una hinchada que todo lo perdona. Hasta políticos quisieron ser y hubo quien votara por ellos.

La fama del personaje hace que todo se perdone. Echar tiros al aire, como hizo el Tino Asprilla, o poner a bailar a unos jóvenes a punta de pistola es para muchos tan solo una locura divertida, que crea aura de excentricidad y nada más. A Diomedes Diaz, al salir de la cárcel lo esperaba una multitud de fanáticos y adoradores con canciones y con vítores. Hoy sigue siendo un ídolo, brillando en revistas y periódicos. Confiesa que hizo de todo, “poco, poco, de lo malo. Mucho, mucho, de lo bueno”, que no tiene ningún peso en la conciencia, que reparte dinero a los admiradores que se lo piden, y hasta le envía saludes a Angelino Garzón. También a Uribe le celebran todas sus ocurrencias: cuando confiesa que durante su gobierno le faltó tiempo para sacar a la fuerza a guerrilleros colombianos de Venezuela, un público entusiasta lo aplaude fascinado. ¡Es que nos gustan los machos, los atrevidos, los que pisan fuerte y no tienen miedo!

Piedad Bonnett | Elespectador.com

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