Consuelo Sánchez juez que ordenó la detención y acusó al narcotraficante Pablo Escobar

La mafia no perdona
La historia de Consuelo Sánchez comenzó en 1988 cuando recibió el encargo, como juez 89 de instrucción criminal, de realizar la investigación penal por el magnicidio de Guillermo Cano. El caso era una papa caliente. Había pasado por los despachos de tres jueces sin tener mayores avances y puesto en peligro la vida, por las amenazas de muerte del autodenominado grupo de Los Extraditables, de todos los que se involucraban en él.

Para garantizar la seguridad de la juez la llevaron a vivir en el Club Militar y le asignaron el carro blindado de Enrique Low Murtra, el ministro de Justicia de ese momento. Sánchez acusó a Pablo Escobar de ser el autor intelectual del asesinato de Cano. A partir de ese instante la organización criminal se movilizó para hacer efectiva la advertencia que le habían hecho a la juez si llamaba a juicio a Escobar: “Está cometiendo un grave error que manchará su vida y la hará desdichada hasta el último de sus días”.

La situación de Sánchez se volvió insostenible en Colombia y, por decisión del presidente Virgilio Barco y el ministro Low Murtra, partió al exilio diplomático como cónsul en Detroit. En la capital de la industria automotriz de Estados Unidos la Secretaría de Estado de ese país gastó 750.000 dólares en su protección. No obstante, en 1989 se hizo público el ofrecimiento por parte de los narcotraficantes de un millón de dólares por su cabeza y el gobierno colombiano decidió trasladarla al mismo cargo en Washington. En la capital estadounidense la policía local fue informada del caso de la funcionaria y regularmente vigilaba su casa. Como cónsul Sánchez siempre fue muy eficiente, nunca alguien se quejó de su trabajo. Sin embargo su permanencia en el puesto se convirtió en una piedra en el zapato para las administraciones de César Gaviria, Ernesto Samper y Andrés Pastrana. “Todos los gobiernos, desde Gaviria, querían sacarla de allá, pero a todos les dio miedo hacerlo”, le dijo a SEMANA una fuente que conoce el caso y pidió no ser identificada.

Mientras Sánchez veía su labor en el consulado como la manera de permanecer alejada de quienes querían matarla la burocracia de turno la veía como una incomodidad, era un puesto menos con el cual premiar a alguien cercano a sus afectos políticos porque, por lo general, estas asignaciones no son para miembros de la carrera diplomática. Sin embargo nadie se atrevía a tomar cartas en el asunto por temor al escándalo que supondría sacar a una mujer con aura de heroína sólo para satisfacer un apetito burocrático. Además nadie quería cargar con la responsabilidad si le ocurría algo malo después de su regreso a Colombia. El fantasma del episodio Low Murtra, a quien retiraron de la embajada de Colombia en Suiza y fue asesinado a los pocos meses de su llegada a Bogotá, todavía causa escozor.

El cambio es ahora

En 1998 Sánchez se enteró de que el nuevo gobierno quería reemplazarla. Por eso, en septiembre de ese año, le envió una carta al presidente Pastrana en la que le exponía su caso y le pedía su intervención para permanecer en Washington. Nunca recibió respuesta. El martes de la semana pasada The Washington Post dio a conocer la historia de la cónsul. Ese mismo día ella, después de que un juez colombiano fallara en su contra la acción de tutela que había interpuesto para evitar que la retiraran del consulado, sacó sus cosas de la oficina que ocupó en los últimos nueve años, renunció a la presidencia del Cuerpo Consular Iberoamericano y, mientras lloraba como una niña pequeña, firmó la petición de asilo.

La Cancillería colombiana, ante la solidaridad institucional internacional que generó esta polémica decisión, dijo que las evaluaciones realizadas por los organismos de seguridad del Estado habían revelado que Sánchez ya no corría ningún peligro y podía regresar al país. Que como las condiciones que motivaron su inclusión en el cuerpo consular habían cambiado ya no se justificaba su permanencia en el cargo. “Yo respeto la decisión del señor Presidente pero pido que también se me respete a mí y a mis hijas el derecho a la vida”, dice Sánchez, quien insiste en que los estudios de seguridad que hizo el gobierno no son confiables. Por ahora está manicruzada, no puede trabajar hasta que las autoridades de migración resuelvan su solicitud. Su apoderado, el abogado Michael Maggio, es optimista frente al caso y piensa que en unos tres meses estará solucionado. Eso espera Sánchez, por el bien suyo y de sus dos hijas estadounidenses. Ella siente que sólo con tierra de por medio puede alejarse de los fantasmas de su pasado, los mismos que la hacen repetir con pánico: “Para mí Pablo Escobar no ha muerto”

 

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