09/03/2014 13:00
El fenómeno de Pablo Escobar se multiplica en diversas expresiones artísticas y culturales. Ficción, documentales, libros, informes o especiales, se meten de lleno en la vida del líder narco y el narcotráfico en general.
Cada país tiene en su pasado reciente algún capítulo vergonzoso, oscuro, abominable. Para los argentinos ese capítulo es marcial, suena a botas pateando puertas en la oscuridad y se pasea por la memoria popular en un Falcon verde. Abrir esas páginas de nuestra historia duele, y ese dolor es una herencia en blanco y negro que le pesará siempre a las nuevas generaciones. La palabra “dictadura” remite a torturas, vejámenes, ejecuciones, atrocidades. Para los argentinos es una herida que no deja de supurar y que todavía hoy se trata con sumo cuidado en el cine, la literatura y la música.
Los artistas parecen caminar sobre huevos frescos cuando se habla de nuestros años oscuros. Con eso no se jode.
En la historia de Colombia subyace un horror que puede medirse en décadas y con guarismos todavía más espeluznantes. Un período que parece no tener fecha de vencimiento y que trazó una línea divisoria tácita en la sociedad de ese país. Ese capítulo largo en la historia de Colombia tiene nombre y apellido: se llama Pablo Escobar.
Si entre las biografías de ambos países hay sentimientos similares respecto de víctimas y victimarios, vale preguntarse qué margen habría en Argentina para un ejercicio televisivo sobre la dictadura como el de El patrón del mal, o una explosión mediática de la magnitud del estallido de Escobar por estos días. En principio, muy poco.
Pero hoy hablamos de los animales del zoológico de Escobar, de las amantes de Escobar, del hijo de Escobar, de los sicarios arrepentidos del capo de los capos. La sobreabundancia termina por anestesiar al espectador. Pablo Emilio Escobar Gaviria ha pasado a ser para muchos un nombre de fantasía, una marca que vende bien porque remite a películas de buenos y malos peleando en medio de explosiones y excesos: consumimos esa lejana realidad caribeña al amparo del gusto por la ficción morbosa.
Un poco de historia
Para 1972, con apenas 22 abriles, Escobar ya era el chico más malo de Medellín. El futuro le deparaba una carrera delictiva vertiginosa que lo volvería la ballena blanca de los sabuesos con las siglas más emblemáticas de Estados Unidos: DEA, FBI, CIA. Y del propio gobierno colombiano.
A medida que crecía el interés de parte de un montón de gente por poner a Escobar varios metros bajo tierra, el narco respondió liquidando paisanos de a pie, haciendo volar edificios y estallando un avión lleno de gente por las dudas hubiera entre los pasajeros un candidato a presidente. Cebado como un tigre, atacó el Palacio de Justicia para pasar a degüello a los 24 jueces que podían extraditarlo a Estados Unidos (sólo pudo liquidar a 11). Las uñas de sus víctimas dejaron marcas en el paño de dos décadas de horror, hoy convertidas en un puñado de capítulos de una serie. O en un libro. O en un grupo de música con nombre transgresor.
Pareciera ser que la brutalidad, a prudente distancia, nos resulta atractiva como espectáculo. ¿Podríamos acunar un fenómeno semejante con algún pasaje de nuestra propia historia, de nuestros dolores cercanos?
Cuando la década de 1970 desgajaba las últimas hojas del calendario, en Estados Unidos empezaba a ponerse de moda un polvito que se metía por la nariz y convertía al hombre común en un Superman intermitente. La sustancia no era nueva, pero no fue hasta que llegó al naso del americano medio que el fenómeno se volvió imparable: la avidez de los artistas, la fruición de los empresarios, la voracidad de los amantes de la noche, todo hizo que la demanda creciera como pan en el agua.
Escobar era despierto, ambicioso y sin escrúpulos. Y descubrió rápidamente que en la santísima trinidad del mundo de la droga (producción, distribución y consumo) el que se lleva la mejor parte es el que sabe por dónde, para quién y cómo mover la mercancía. Con una avioneta chiquita sistematizó el desmadre: organizó rutas, trazó planes, armó una empresa siniestra y con ella limpió el camino para que la coca llegara a los aspirantes del norte sin mayores problemas.
Para 1979, el Cartel de Medellín tenía bajo su control el 80 por ciento del negocio de atención al esnifa yanqui.
Escobar festejó los resultados levantando un rancho de 60 millones de dólares, con zoológico, piletas y un pórtico donde todavía hoy (se pueden contratar excursiones para visitar el lugar) está la primera avioneta que utilizó para contrabandear.
Desde la selva y hasta la nariz del cliente, la nueva promesa del hampa la tenía atada. La gente guardaba silencio cuando él hablaba y aceptaban su sistema de sobornos sin chistar: “Plata o plomo” –su lema– se convirtió en una elección falaz para quienes la pensaban dos veces.
Borrón y cuenta nueva
Hubo muchos matices en la vida del “patrón” que contribuyeron a crear un fenómeno que, 20 años después, sangra tinta por la herida. De tanto leer y ver, de tanta cámara de tevé empachada de postales necrológicas, su universo parece una franquicia.
Los documentalistas y muchos colombianos coinciden: el mejor destino para el fantasma de Escobar son los barrotes del olvido. Ya sea que lo veamos como al Robin Hood colombiano que construía canchas de fútbol para los pobres o como al tajo más ardiente en la piel de Colombia, una cosa no cambia: Pablo Emilio Escobar Gaviria se ha convertido en una marca de exportación.
Hoy Escobar es patrimonio cultural de un mundo que histeriquea con su figura. Su rostro regordete se insinúa en algunas audaces remeras. ¿Podrá eso limpiar la memoria, calmar dolores, dejar descansar en paz a los muertos?
Algunas expresiones artísticas tienen licencia para banalizar el dolor. Pero no alcanza. Parafraseando a Luis Carlos Galán (excandidato a presidente, asesinado por Escobar), hace falta mucho más que un buen libreto para que un pueblo deje de tener vergüenza al mostrar el pasaporte.