12 de marzo de 2014 – 08:13 Christian Martinoli / record.com.mx
El futbol colombiano siempre ha sido muy seductor en el sur del Continente. Buenas canchas, grandes aficiones, mucha técnica, pelota al piso y sobre todo, demasiado dinero disponible.
En los años 50 durante la época llamada ‘El Dorado’, la División Mayor del futbol cafetero (DiMayor) vivió su momento de esplendor. La bonanza económica deslumbró a las más grandes figuras sudamericanas que sin tapujos rompían contratos con sus clubes con tal de llevarse el oro que se les ofrecía en Colombia.
Por eso las figuras de River Plate, Pedernera, Rossi y Di Stéfano aterrizaron en Millonarios; los brasileños Tim y Heleno jugaban con el Junior de Barranquilla; Deportivo Cali y Deportivo Independiente Medellín (DIM) compartían prácticamente a toda la Selección peruana, mientras que el Cúcuta Deportivo tenía a 12 futbolistas uruguayos en su plantel.
Dichas maniobras generaron disgusto en todos los países de la zona catalogando al torneo colombiano como un ‘campeonato pirata’, incluso la FIFA expulsó a esta nación del organismo, obligando a la DiMayor que en un plazo menor a los tres años, regresara a todos los futbolistas ‘robados’ a sus equipos de origen.
Tres décadas después, el futbol de aquellos lares tuvo nuevamente un boom económico sin precedentes que lo convirtió en una gran alternativa para todos aquellos jugadores que no podían competir por una plaza en el balompié europeo, que para colmo, en el mejor de los casos, sólo permitía tres extranjeros por equipo.
La eterna rivalidad entre los clubes de Bogotá, Cali y Medellín se vio incrementada brutalmente por el empuje monetario surgido de manos extrañas. Un secreto a voces indicaba que el dinero del narcotráfico estaba enquistado en lo más profundo del futbol local y que este servía como medio para lavarlo. Amenazas, extorsiones y arreglo de partidos rondaban el entorno.
El temible número dos del Cartel de Medellín, Gonzalo Rodríguez Gacha ‘El Mexicano’ (apodado así, por su entrañable amor al mariachi y todo lo relacionado con México), manejaba al mítico Millonarios y se dice que asistía a los juegos de su equipo escondido dentro de la botarga que representaba a la mascota del club. Phanor Arizabaleta, socio principal del Cartel de Cali y extraditado en los Estados Unidos, dominaba las decisiones del Independiente Santa Fé. Octavio Piedrahíta, accionista mayoritario del Deportivo Pereira, ayudaba al Cartel de Medellín al lavado de dinero. Los hermanos Gilberto y Miguel Rodríguez Orejuela, máximos capos del Cartel de Cali, eran los dueños del América de esa ciudad, mientras que el hombre más buscado del mundo el sanguinario Pablo Escobar Gaviria, jefe supremo del Cartel de Medellín, dirigía a distancia los destinos del Atlético Nacional, del DIM y del Envigado.
Cuentan los que lo conocieron, que el afamado narco también llamado ‘El Patrón’, sólo bajaba la guardia con dos temas: su familia y el futbol. Como suele pasar con este tipo de personajes, la mayoría de la gente detestaba al hombre que puso de rodillas al Estado colombiano y sembró de muerte y terror a todo un país; aunque también habían miles de personas que lo protegían, seguían y veneraban, debido a la ayuda económica y la obra pública que realizó en las comunidades más pobres de Medellín, cuando se dedicó a la política.
A Escobar le encantaba construir casas, pero también canchas de futbol con alumbrado, tribunas y enrejado, para que así las clases marginadas pudieran practicar el deporte que él tanto amaba.
Sus constantes visitas al estadio Atanasio Girardot para ver jugar a sus equipos significaban puestas en escena dignas de un mandatario o artista de cine que increíblemente eran vigiladas por la impune mirada de las mismas autoridades que no podían hacerle nada por temor a las funestas represalias.
En 1989, luego de una derrota del DIM ante el odiado América de Cali, Escobar mandó matar al juez de línea Alvaro Ortega, porque se sintió perjudicado por sus decisiones. Jesús Díaz, árbitro de ese partido, se salvó de milagro y de inmediato presentó su renuncia como colegiado. El torneo fue suspendido y el campeonato quedó vacante. Para 1990, el árbitro uruguayo Daniel Cardellino confesó ante la CONMEBOL que recibió amenazas de muerte y una oferta de 20 mil dólares si no ayudaba al Atlético Nacional en un juego de Copa Libertadores contra el Vasco da Gama. El juego se tuvo que repetir y los equipos colombianos estuvieron dos años sin recibir encuentros de local en dicha competencia.
Pablo, como únicamente le llamaban en casa, solía invitar a su hacienda Nápoles (o en su defecto a ‘La Catedral’, la cárcel que él mismo construyó) a todos los integrantes de la Selección Colombia y a otros celebres futbolistas extranjeros para que jugaran unas cascaritas a su lado. La historia era sencilla, ‘El Patrón’ escogía un equipo y su compinche ‘El Mexicano’, el otro. La apuesta era directa y en efectivo. La suma por partido, dos millones de dólares. Por cierto, los invitados eran premiados con autos último modelo, maletines repletos de dinero y fiestas interminables con las mujeres más espectaculares que existieran.
Alguna vez, César Luis Menotti, contó que cuando entrenaba al Barcelona en el año ’83, luego de finalizar un partido llegaron dos hombres al vestuario del Camp Nou. Eran colombianos con un acento ‘paisa’ muy marcado que amablemente le pidieron que los acompañara. En el camino le contaron que ‘El Patrón’ quería invitarlo a comer. Subieron a un jet y 10 horas después Menotti estaba aterrizando en la pista de la hacienda de Escobar. Ahí un manjar lo esperaba; ‘El Patrón’ con un grandísimo respeto le expresó toda su admiración y charlaron más de tres horas sobre futbol (según Menotti, Escobar sabía mucho del juego). La incertidumbre se apoderó de César Luis a lo largo de la comida hasta que el capo de Medallo (como le dicen a Medellín de forma coloquial) le contó el por qué de su reunión. El hombre más peligroso del mundo le dejó en la mesa un papel en blanco a Menotti y le pidió que pusiera la cifra que quisiera con tal de que entrenara al Atlético Nacional. Con tremenda sapiencia y sangre fría el argentino sabía que no podía ser brusco con Escobar y optó por decirle con gran categoría que para él era un halago que alguien valorara tanto su trabajo y advirtió que sería un honor dirigir a tan excelsa institución del balompié colombiano, pero que debería disculparlo en no a aceptar tan generosa oferta porque antes de ganar dinero, debía seguir cumpliendo un sueño de toda la vida, el de entrenar a un club tan importante como el Barcelona. Escobar entendió las razones, le agradeció la presencia a César Luis, dejó la invitación abierta y terminó con la comida. Menotti con cinco kilos menos debido al enorme estrés, 11 horas más tarde estaría llegando a su casa en Cataluña con una anécdota que jamás olvidaría.
La locura que el futbol le generaba a Escobar era tanta que incluso en los peores momentos de su vida, cuando pasó meses escondido y huyendo de una feroz persecución por parte del ejército colombiano y la DEA estadounidense, cuenta en su libro Jhon Jairo Velásquez, alías ‘El Popeye’, principal sicario de Escobar, que mientras estaban acorralados en medio de la densa selva antioqueña ‘El Patrón’ sin nervio aparente llevaba siempre consigo una pequeña radio para escuchar los partidos de futbol: «Un día en el ’93 cuando pensaba que estábamos a punto de ser atrapados, ‘El Patrón’ me dijo: Pope, Pope’ dígame Patrón, le respondí. Gol de Colombia, me dijo».
En diciembre de ese año «El Patrón» fue abatido.
Escobar dejó un macabro legado en la historia contemporánea de Colombia, incluso sus tentáculos tampoco perdonaron su gran pasión: el futbol.