La fascinación del mal

| Lunes 03 de marzo de 2014 |
Por Ivonne Bordelois | Fuente: LA NACION / lanacion.com (Argentina)
Novedosa y escalofriante, la serie televisiva sobre Escobar Gaviria, documentada en gran medida por quienes asistieron personalmente, como familiares de las víctimas, a esta épica asombrosa, abre una serie de interrogantes y reflexiones inevitables para quienes presenciamos el irresistible ascenso del narcotráfico internacional en la Argentina.

¿Cómo descifrar el indudable carisma de su protagonista? Descartemos el encanto convencional: Pablo Escobar no es particularmente hermoso -como lo fue el Che-aun cuando es evidente que el actor que lo representa es menos agraciado que el original. Macizo pero elástico, son su porte y sus ojos los que lo revelan como el líder de la manada. Y en particular su voz y su discurso, de una admirable concisión.

Fundamentalmente, es su velocidad fulminante la que nos atrapa en una suerte de vértigo incomprensible. También su originalidad: con el dinero de la corrupción no se conforma vulgarmente, como algunos, con piletas para huéspedes provistas de olas artificiales. Lejos de semejante rastacuerismo , Escobar organiza la llegada, desde África, de hipopótamos, leones, jirafas y otras alimañas que ilustren el cuantioso safari que bordea su propiedad a la orilla de un selvático río por donde pasea a sus eminentes invitados. Hay aquí una nueva estética del poder, desenfrenada y exultante, que acaso sólo el país que engendró a García Márquez pudo implementar con tanta imaginación.

En cuanto a la crueldad, la audacia y el refinamiento de Escobar, no conocen límites. Acaso la cima es la extraordinaria escena en que no vacila en coser personalmente, a fin de mantenerlos abiertos, los párpados de uno de sus asesinados, para poder enviar una foto como testimonio de vida a la desdichada y vistosa viuda, que pagará cuatro millones de dólares por el inútil rescate de su acaudalado marido. Aviones explotando en medio de un vuelo, edificios enteros que vuelan en pleno Bogotá, autos blindados y escoltados que saltan en mil pedazos gracias a la potencia de armas desconocidas: un ignominioso y permanente thriller mantiene desvelada a una Colombia tan aterrada como impotente.

Pero no todo es violencia: una inteligencia inaudita la respalda. Un trabajo de zapa que envuelve a espías y soplones, artefactos de comunicación sofisticados y alianzas coyunturales inesperadas con grupos armados de derecha o izquierda. También la imaginación necesaria para levantar enormes cocinas de cocaína y exportarla clandestinamente. Y además, y sobre todo, la prodigalidad indiscutible del héroe, que recompensa y manipula tanto a sicarios como al pueblo indigente de Medellín con sumas incontrolables.

Desde el punto de vista político, la ejemplaridad del caso Escobar tiene que ver con un gobierno desprovisto de las técnicas necesarias para enfrentarlo, que se excusa de sus repetidas derrotas con el argumento de la democracia no violenta que pretende encarnar.

Es solamente cuando un grupo militar más aguerrido en modernidad se hace cargo de las maniobras verdaderamente eficaces para adelantarse a los propósitos asesinos del cartel de Medellín, liderado por Escobar, cuando la temperatura cambia y vemos aparecer contrincantes equivalentes en astucia, celeridad y coraje, que hacen de esta saga una épica memorable, digna de la estatura de sus protagonistas.

La pregunta que permanece, con todo, es la de nuestra propia invalidez para enfrentar este tipo de situación. Nuestra juventud se alimentó de memorables disputas ideológicas: del marxismo al peronismo, del socialismo a los muchachos de Chicago, del neoliberalismo a la teología de la liberación. Pero el enfrentamiento con gente de la raza de Escobar -que se dice y proclama de izquierda- no envuelve una gota de filosofía política. Militares, jueces, periodistas y candidatos presidenciales mueren a sus manos sin haber enunciado un solo principio político renovador. «Mejor una tumba en Colombia que una prisión en Estados Unidos» es el lema que enarbola, en cambio, Escobar para aliar a sus adherentes. El lugar común que nos dice que la droga y la violencia crecen en los países que descuidan la democracia, la estabilidad económica y la equidad social no nos consuela. Los gángsters de Chicago son los padrinos de Escobar. Tampoco nadie nos ha dicho qué hacer, una vez puestos en el dilema de traicionar por dinero o ver morir a nuestra familia: «carterita o muerte».

La saga de Pablo Escobar Gaviria nos revela que hemos pasado sin transición de Hegel a Sherlock Holmes, de la Enciclopedia y el manifiesto marxista a la computadora destinada a captar mensajes satelitales. Y no estábamos ni estaremos preparados para convertirnos en sabuesos tecnológicos frente a la maligna intrepidez de las nuevas mafias que nos cercan. Quienes sí lo pueden hacer tampoco nos representan, y son ellos los herederos del poder. Mientras tanto, el Chile, el sicario más aguerrido de Escobar, un magnífico zorro inolvidable, ha sido abatido -«dado de baja», según el eufemismo oficial- desde la terraza de su mansión millonaria. Acompañando a su hermosa amante, no podemos evitar el deplorarlo: se nos ha ido uno de los mejores personajes de la saga. Tal es la fascinación que ejerce el mal.

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