Ambos se convirtieron en líderes de enormes organizaciones delictivas gracias a su inteligencia, ambición y crueldad desmedidas
Por Juan Carlos Pérez Salazar / BBC Mundo
El Chapo Guzmán y Pablo Escobar cayeron presos tras usar sus celulares. (AP y AFP)
Fugas inverosímiles, inclusión en la lista de los más ricos de la revista Forbes, un halo de leyenda por ser los criminales más buscados, que una y otra vez parecían eludir a las autoridades…
Joaquín «El Chapo» Guzmán y Pablo Escobar parecen tener mucho en común. Uno marcó a sangre y fuego la historia de su país en las décadas finales del siglo XX. El otro se convirtió en el narcotraficante más buscado de inicios del XXI.
Por azares del destino y el periodismo, me ha tocado estar -con más de dos décadas de diferencia- en los países y momentos donde ambos capos fueron capturados: en Colombia en julio de 1992 (y diciembre de 1993) y ahora en México, en febrero de 2014.
Y es como si la historia girara sobre sí misma. Tanto en la entrega y -año medio después- en la muerte de Pablo Escobar, como ahora en la detención de Joaquín «El Chapo» Guzmán se repite la marejada de adrenalina, la carrera por confirmar la noticia, la búsqueda de la foto -o ahora el vídeo- que le diera la impronta de verdad definitiva al hecho.
Los vítores de los gobernantes, las felicitaciones de Estados Unidos…
Pero también la sensación de que la historia no termina de girar aquí. Que en algún momento, en otro lugar, volveré a vivirla.
Vidas paralelas
Las similitudes entre Pablo Escobar y «el Chapo» Guzmán son muchas. Ambos se convirtieron en líderes de enormes organizaciones delictivas gracias a su inteligencia, ambición y crueldad desmedidas.
Pero también fueron herederos, parte de una cadena.
En su libro, «La parábola de Pablo», el periodista colombiano Alonso Salazar relata cómo, en los años 70, un joven Pablo Escobar se convirtió en el guardaespaldas de Alfredo González, un contrabandista antioqueño a gran escala, a quien se conocía como «El Padrino». Así conoció las rutas de contrabando y los intríngulis del bajo mundo, que le serían indispensables después.
Igualmente, «El Chapo» Guzmán aprendió su oficio en los años ’80 al lado de Miguel Ángel Félix Gallardo, el «Jefe de Jefes», líder del cartel de Guadalajara y quien en esa década llegó a controlar casi todo el contrabando de drogas desde México hacia Estados Unidos.
Gallardo Félix fue detenido en 1989 por el asesinato del agente de la DEA, Enrique «Kiki» Camarena. Según cuenta el periodista mexicano Ricardo Ravelo en su libro «Los capos, las narco-rutas de México», ese mismo año, desde prisión, el Jefe de Jefes decidió dividir su imperio: rutas, territorios, todo fue repartido.
En el libro se consigna que «El Chapo» recibió Mexicali -en Baja California- y San Luis Río Colorado, en Sonora.
Otra coincidencia es que ambos condujeron sangrientas guerras contra carteles rivales, que en algún momento fueron aliados de conveniencia.
Cuando estuvieron en prisión -Escobar en La Catedral en 1992; «Chapo» Guzmán en Puente Grande- lo hicieron en medio de lujos y controlando sus organizaciones. Escobar, incluso, hizo llevar al penal a algunos de sus rivales y ordenó que los asesinaran allí mismo.
Ambos escaparon cuando lo juzgaron necesario y sin mayores problemas. Escobar el 21 de julio de 1992, pues iba a ser trasladado a otra prisión. «El Chapo» el 19 de enero de 2001, porque -según dice Anabel Hernández en su libro «Los señores del narco»- temía ser extraditado a Estados Unidos.
Los dos sentían un fuerte arraigo por las regiones de donde era originarios -Antioquia y Sinaloa- y fue finalmente allí donde se les atrapó.
El destino, quizás, les reservaba una última e irónica coincidencia: como se sabe, Pablo Escobar fue rastreado y dado de baja el 1 de diciembre de 1993, en un barrio de clase media de Medellín, debido a una llamada que le hizo a su hijo a través de un celular.
Este domingo, medios mexicanos publicaron que Guzmán Loera fue ubicado en un edificio no muy lujoso de Mazatlán por una llamada que hizo con un teléfono satelital.
Diferencias
Pero las diferencias también son grandes.
Al contrario de Pablo Escobar, que incluso fue representante suplente a la Cámara, «El Chapo» Guzmán nunca ha intervenido directamente en política.
Escobar, en algún momento -según supe por distintos medios- incluso llegó a alimentar brevemente el descabellado sueño de lograr que el departamento de Antioquia se independizara de Colombia, pues así no podría ser extraditado a Estados Unidos.
Al Chapo Guzmán no se le conocen -como a Escobar- esfuerzos por crear una base social de apoyo, con la construcción de barrios o de canchas de fútbol.
Esa ansia de convertirse en una figura pública fue la que finalmente hizo que el líder del cartel de Medellín fuera escudriñado por los medios de comunicación -en especial el diario El Espectador, a cuyo director, Alfonso Cano, ordenó asesinar- y expuesto como un narcotraficante.
Además de mantener un perfil más bajo, Guzmán Loera no ha desatado una confrontación directa contra el Estado, como la que desplegó Pablo Escobar, que entre finales de los 80 y principios de los 90 puso contra la pared al gobierno y logró que la extradición fuera específicamente prohibida en la asamblea constituyente de 1991.
Hasta el final, Pablo Escobar fue el jefe indiscutido del cartel del Medellín, el cual se desintegró luego de su desaparición.
El cartel de Sinaloa, me dicen expertos mexicanos, es más una «federación» de organizaciones y «el Chapo», aunque la cara más conocida del cartel, es sólo uno de los jefes. Igual de poderoso es quien ahora es visto como su sucesor, Ismael «El Mayo» Zambada. También importante es Juan José Esparragosa Moreno, alias El Azul.
De hecho, lo que en los últimos meses se decía en los medios periodísticos y de seguridad es que Guzmán Loera se estaba convirtiendo en una figura cada vez más periférica en la organización. Era el que atraía la atención, pero las riendas las llevaban otros.
Además de ser una federación, el Cartel de Sinaloa opera como una enorme compañía multinacional, con múltiples intereses (como las metanfetaminas) y con tentáculos que se extienden por varios continentes. Ha llegado hasta donde el cartel de Medellín sólo pudo soñar con hacerlo.
¿Quién será el próximo?
De la entrega de Pablo Escobar sólo pude ver el helicóptero que lo llevaba, desde una casa secreta del barrio El Poblado de Medellín -donde lo recogieron-, hasta la cárcel de la Catedral, situada en la cima de una montaña, en cuyas estribaciones yo, y decenas más de periodistas, hacíamos guardia.
De su muerte me enteré cuando la sala de redacción del periódico donde trabajaba estalló en aplausos. Después fue la adrenalina, las carreras, la búsqueda de la foto eficaz.
Veinte años más tarde, la alerta de la posible captura de Joaquín «El Chapo» Guzmán me llega por Twitter, en mi apartamento del DF. Es el siglo XXI.
Pero muchas cosas siguen atrancadas en el siglo XX: aunque el cartel de Medellín se desintegró, el tráfico de drogas sigue ahí. Varios grupos ocuparon su lugar y los nuevos capos aprendieron la lección: no atraer demasiado la atención.
Nadie ha dicho que el cartel de Sinaloa vaya a desaparecer por la captura de su figura más visible. Al contrario: todo indica que ya hay un sucesor en el trono.
En algún tiempo, seguramente, otro narcotraficante empezará a subir escalafones en la lista de los más ricos de Forbes.
Dejo de teclear y me pregunto: ¿en qué otro país, cuándo, me tocará asistir a la captura o muerte del próximo capo más buscado del mundo?