Ángel Sastre, corresponsal en Iberoamérica . larazon.es
«El olvido que seremos» es una de las canciones típicas de corridos prohibidos que todavía cantan los trovadores de Medellín. Allí, en el cementerio Jardines Montesacro, en medio del más absoluto silencio, descansa la tumba de Pablo Escobar. Una paz solo interrumpida por algunos turistas que sacan fotos, atraídos por la leyenda del «Patrón del Mal». Hace 20 años que murió pero su historia vibra aún en los corazones de los colombianos, temerosos de la profecía que un día escribió en uno de los árboles de su finca: «Mi legado será eterno». Durante su imperio de pólvora y fuego creó escuela, desatando una guerra terrorista contra el Estado colombiano en la que murieron cientos de inocentes. Fueron los años dorados de Pablo, los Ochoa, Gonzalo Rodríguez Gacha el Mexicano y Carlos Enrique Lehder Rivas.
El Gobierno colombiano acabó pactando con el mismo diablo para acabar con su principal enemigo. Selló una alianza con los Pepes (Perseguidos por Pablo Escobar), una coalición de la elite mafiosa de Colombia en la cual se congregaron los principales adversarios del sanguinario jefe del narcotráfico con el único propósito de eliminarlo. La cacería auspiciada por la DEA norteamericana declaró objetivo militar a familiares, amigos, socios y lugartenientes de Escobar.
El 2 de diciembre de 1993 la imagen del mayor de la Policía Hugo Aguilar Naranjo dio la vuelta al mundo mientras exhibía el cadáver del capo narcotraficante. Apenas unos instantes antes lo había ejecutado con un disparo en el corazón cuando el temible jefe del Cártel de Medellín intentaba huir en chanclas y echando tiros con su Sig Sauer 9 milímetros por el tejado de una casa en el barrio Los Olivos de Medellín. Finalmente, obtenían la cabeza del Rey, pero no la paz.
La desarticulación de los cárteles colombianos de la droga provocó un vacío en ese país que fue ocupado por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, las FARC. Sus cabecillas agarraron el manual de estilo de Escobar y sus rutas trazadas, para crear un ejército de traficantes bautizado como narcoguerrilla. «El narcoestado soñado por Escobar tiene más vigencia que nunca», decía en 2007 Virginia Vallejo, ex amante del capo de la droga. En el libro «Amando a Pablo, odiando a Escobar», Vallejo arremete contra destacados líderes políticos a quienes atribuye estrechos vínculos con el gran capo de la droga. En especial critica al ex presidente Álvaro Uribe, al que acusaba de tejer nexos con el Cártel de Medellín, durante el reinado de Escobar. Años después, al igual que en los 80, Uribe emprendía un ataque frontal contra la guerrilla, bien armado por el Gobierno norteamericano. La alianza norte-sur y las políticas de «mano dura» volvían a dar resultados y hoy, la «serpiente descabezada» da sus últimos coletazos.
Los paralelismos son continuos. El ex senador Luis Eladio Pérez, secuestrado por el «Mono Jojoy» en 2001, sostiene que el abatido jefe guerrillero «era el Pablo Escobar» de las FARC. A veces servicial y amable, pero casi siempre cruel y sanguinario. «Cuando cayó aquel 23 de septiembre de 2010 sentí el mismo alivio que siente el país. El mismo sentimiento de descanso que ocurrió ante la muerte de Pablo Escobar. »Jojoy» era eso: el Pablo Escobar de la guerrilla. Además de ordenar actos de terrorismo, asesinatos, secuestros, era el que más aportaba a la financiación de las FARC por el negocio de la coca. Eso le generaba un poder adicional», afirma.
No es el único líder de las FARC con el que se le comparó. Recientemente, el portal Semana.com dio a conocer una pieza gráfica perteneciente a la campaña del precandidato presidencial Francisco Santos –primo y rival político del presidente–, en la que compara a Iván Márquez, jefe negociador de las FARC, con Pablo Escobar. «Adivine quién ha matado más policías. Queremos paz sin impunidad», dice la leyenda de la valla instalada encima de una tienda de Medellín.
El testigo de toda esta cruzada lo agarró el hoy presidente, Juan Manuel Santos, quien encabeza un proceso de paz que muchos consideran utópico y del que, en parte, depende su posible reelección. Precisamente esta semana se empezó a negociar en La Habana uno de los puntos más espinosos: la búsqueda de soluciones al problema del cultivo de drogas ilícitas y el narcotráfico, es sin duda, la herencia más palpable de Escobar.
El principal riesgo de todo este proceso está en que una desmovilización de la guerrilla comunista de las FARC, con unos 7.000 combatientes, dé lugar a bandas que se involucren mucho más en el tráfico de drogas y la minería ilegal, una combinación letal que inquieta.
Y es que en las sombras de la selva aguardan bandas de milicianos, recambio generacional de los narcos que podrían mudar de piel y transformarse en poderosos cárteles. Bajo el estigma de Escobar Gaviria se fermenta un conflicto entre los sicarios en la orfandad. ¿Quién ocupará su trono?
«El Chapo», el patrón del mal del siglo XXI
Dicen que Joaquín «El Chapo» Guzmán guarda en su cartera una foto del narco más famoso de la historia, Pablo Escobar. Es su ídolo, pero también una especie de santo al que venera, llegando incluso a soñar con ocupar los antiguos territorios del «Padrino colombiano». El periódi-co «Excélsior» publicó en marzo que los tentáculos del Cártel de Sinaloa, que encabeza «El Chapo», se van extendiendo hacia el sur del continente por el vacío que dejan las FARC. De acuerdo con el diario mexicano, la llegada de los narcotraficantes sinaloenses a esa región pone en riesgo la seguridad del continente entero, pues su poder se incrementa con las alianzas que están cerrando los grupos criminales locales a cambio de armas o dinero.