Revista Semana /23 noviembre 2013
Dos décadas después de la muerte de Pablo Escobar Gaviria, hay que preguntarse por qué este genio del mal se ha convertido en un mito popular.
Pablo Escobar: El fantasma del patrón. Pablo Escobar no es un monstruo aislado en la historia de Colombia. Es producto de un país y una época.
Pablo Escobar no es un monstruo aislado en la historia de Colombia. Es producto de un país y una época.
Veinte años después de que Pablo Escobar murió abatido en el techo de una casa en Medellín, como un hombre solitario y asediado por sus enemigos, se sigue intentando comprender el significado de su papel en la historia reciente del país. La tranquilizadora separación moral entre el ‘patrón del
mal’ y el resto de la sociedad, así como la ambigua recordación de su figura, que va de la adoración al repudio, es efectiva para vender telenovelas o para henchir el sentimiento nacional del triunfo de los buenos sobre los malvados.
Pero la narrativa de los policías y ladrones es insuficiente para explicar la persistencia de la figura de Escobar en la memoria colectiva de los colombianos, la permanente tensión entre el odio a su figura, y la admiración a su talento, por más criminal que este fuera.
Que Escobar fue en su momento el peor asesino de la historia de Colombia y uno de los peores del mundo no tiene discusión. El prestigioso historiador Simón Montefiori en su libro Los Monstruos lo define como el criminal más poderoso, más asesino y más rico del siglo pasado, cuya crueldad se equipara a Pol Pot o Hitler. Se calcula que Escobar causó por lo menos 5.000 muertes. Según sus propios sicarios, como Popeye, mandaba a matar sin titubeos, por venganza o para despejar el camino de sus propósitos.
La figura de Escobar como representación del mal opaca a otros que le sucedieron y cuya crueldad es equiparable. Carlos Castaño pudo ser más asesino que Escobar, pero fue Escobar y no Castaño quien puso al establecimiento de rodillas. Porque Escobar no solo desafió al Estado con actos atroces sino que construyó un ejército de jóvenes sicarios, dispuestos a matar en su nombre, nihilistas frente al Estado, pero leales a él.
Algo que no lograron hacer ni los hermanos Rodríguez Orejuela, ni los capos del norte del Valle, ni siquiera los Castaño, todos ellos narcos poderosos que prefirieron comprar al Estado o aliarse con él, antes que combatirlo.
La idea de que Pablo Escobar fue un criminal excepcional, un accidente de la historia, un caso raro, solo se sostiene en el mundo del espectáculo y da buenos rating en Colombia donde la serie El Patrón del mal se está pasando por segunda vez, y en América Latina, donde está causando furor.
Pero la pregunta de fondo que empiezan a hacerse muchos estudiosos en el mundo es qué hizo posible que se engendrara ese fenómeno llamado Pablo Escobar y sobre todo, por qué una parte de la sociedad lo toleró, alimentó su megalomanía, lo lloró en el funeral y lo convirtió en mito.
Desde la economía ha habido lecturas provocadoras. Hace un par de años el hoy ministro de Salud, Alejandro Gaviria, escribía en su columna de El Espectador que “el tráfico de cocaína surgió en los años setenta en medio de una economía cerrada. Aislada del mundo (…) los empresarios locales no pensaban en exportar. Les era más fácil explotar las rentas propias de un mercado sobreprotegido. No tenían necesidad de innovar. Todo se vendía fácilmente (…) los traficantes de cocaína rompieron con esa tradición. Se adelantaron 20 años a la apertura económica”.
Algunos expertos han comparado las habilidades empresariales de Escobar, en un marco de ilegalidad y violencia, con la de los pujantes empresarios antioqueños. Por lo menos en dos aspectos se encuentran troncos comunes: en el papel que desempeñaron actividades de alto riego y difícil regulación como el contrabando y la minería en su acumulación originaria de capital; y en su capacidad innovadora.
Casualmente, mientras los empresarios antioqueños creaban el Sindicato, para organizar la producción y el comercio en ese departamento, la mafia creaba una versión negra de ese tipo de alianzas, en la forma de un cartel, que cumplía la función de regular la competencia con métodos brutalmente violentos.
En 1992 un artículo de la revista SEMANA titulado Un genio del mal, comparaba lo que hizo Escobar con la cocaína con lo que hizo Rockefeller con el petróleo. “Aunque sus actividades han sido ilícitas, el imperio transnacional que montó alrededor de la exportación de cocaína, requiere mucho más que la decisión de violar la ley, la malicia indígena o el tradicional talento empresarial de los paisas”.
El artículo resaltaba que Escobar integró verticalmente el negocio de la cocaína, controlando desde la producción hasta la inversión transnacional del capital, y lo puso a tono con la globalización antes de que muchos de los tímidos empresarios colombianos lo hicieran. Algo que ocurría justo cuando la bonanza cafetera llegaba a su fin y Colombia se quedaba sin un producto estrella para exportar. El diputado italiano Francesco Forgione, autor del libro Mafia Export advierte que en temas de globalización el crimen organizado va mucho más rápido que los Estados. Y en eso Escobar pudo haber sido un adelantado.
No obstante, las lecturas más novedosas de Escobar llaman la atención sobre su vinculación con la política. Libros testimoniales como el de su examante Virginia Vallejo (Amando a Pablo odiando a Escobar) revelan la obsesión de Pablo con el poder. Y en El otro Pablo, Alba Marina, su hermana, relata que Escobar mandó a matar al ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla en 1984, porque se interpuso en su camino.
¿Cuál era ese camino? Aparentemente, luego de amasar una fortuna que lo puso en la lista Forbes de hombres más ricos del mundo, ser erigido como líder político. Sin embargo, ser congresista, tener a ciertos políticos en su nómina y cierta aceptación social en las élites pudo ser parte de su proyecto, pero no lo central.
Escobar surgió en un momento de quiebre de la sociedad colombiana. La economía estaba en picada y los dólares de los narcos le venían bien al mercado. Por eso en un principio fueron tolerados. El Frente Nacional había dejado unas secuelas de exclusión y una inconformidad brutal que estallaron en el paro cívico de 1977. La economía informal crecía desmesuradamente, y el acceso a los bienes colectivos y el ascenso social se lograban a través del clientelismo.
El país había vivido una urbanización acelerada y la marginalidad se estaba saliendo de madre. Marginalidad que nunca pudo expresarse por canales políticos democráticos en un sistema cerrado, o que fue duramente reprimida con el Estatuto de Seguridad.
Las armas fueron una manera de expresar esa inconformidad con el sistema. A principios de los años ochenta todas las guerrillas crecieron en los barrios marginales de las principales ciudades. También el crimen organizado. Alonso Salazar cuenta en No nacimos pa’ semilla, cómo en muchos de aquellos barrios miles de jóvenes ‘invisibles’ para el Estado, fueron entrenados por el M-19, que estaba en tregua, y reclutados luego por Escobar con la promesa de ser ‘alguien’ en una sociedad que empezaba a rendirse de rodillas ante el consumo.
El arma les daba acceso a los tenis Nike y a la moto de manera rápida, y no como prometían sus ancestros, con el sudor de su frente. La noción del tiempo social también estaba cambiando, así como las ideas atávicas de la austeridad y el estilo de vida modesto. Escobar tenía una respuesta ultracapitalista para ellos: no hay futuro, el consumo es aquí y ahora.
La mezcla de una alta popularidad y un aparato criminal dispuesto a todo hizo de Escobar quien fue. Posiblemente sin ese arraigo en los jóvenes de las comunas no hubiese llegado a ser un genio del mal. En parte, esto explica cómo logró aterrorizar al establecimiento: se podía enfrentar a aquel hombre, pero no al fenómeno brutal que había tras de él.
Gustavo Duncan y Jorge Giraldo, profesores de la Universidad Eafit, han explorado la dimensión rebelde de los criminales y en particular de Escobar y han encontrado que este acudió, como si fuese un insurgente “al discurso antioligárquico, el sentimiento populista, el desprecio por la clase dirigente, las consignas antiimperialistas y nacionalistas, las proclamas de representar un cambio en la estructura socioeconómica del país”.
Su éxito se afincó en el uso del clientelismo que cualquier cacique liberal o conservador usaban, pero elevado a la ene potencia. Así su ejército de sicarios no era un simple cuerpo de matones a sueldo. Cada uno de ellos era un adepto dispuesto a morir en una guerra contra el Estado. Escobar les dio una causa pseudoideológica. “Nosotros nos íbamos a morir robando un banco. Pablo Emilio nos dio la oportunidad de morir declarándole la guerra al Estado”, dice uno de estos pistoleros citado por Duncan en su artículo Una lectura política de Pablo Escobar, publicado en la revista Co-herencia.
Duncan también se pregunta por qué una proporción tan significativa de los habitantes de Medellín escogió tomar partido por un criminal en vez de respaldar al Estado. Esa pregunta todavía no tiene respuesta.
Pero Escobar estaba lejos de ser un revolucionario. Más bien fue todo lo contrario. En un momento donde el país estaba obligado a abrirse política y económicamente, a modernizarse y ser incluyente, lo que estalló fue una violencia nihilista que conspiró contra el cambio social. Solo años después cuando el narcotráfico abiertamente se alineó con la extrema derecha, resultó nítido su contenido reaccionario. Pablo Escobar y su terrorismo terminaron por alterar todo un escenario de conflicto social que pudo llevar a reformas democráticas y que sin embargo, terminó anclando al país en la guerra.
En su Balada de Al Capone, el ensayista alemán Hans Magnus Enzensberger cuenta cómo en su tiempo, Capone fue considerado un rebelde por su capacidad de desafiar al gobierno federal, a los jueces. Pero su capacidad de adaptación fue lo que lo convirtió en un mito.
Aquel salirse con la suya, yendo a la cárcel por evasión de impuestos y no por los cuerpos sangrientos que dejó en las calles de Chicago, y morir de viejo disfrutando de su inmensa fortuna. Dice Enzensberger que los gánsteres de Chicago eran ultracapitalistas pero al mismo tiempo grandes conservadores que exacerbaron valores tan tradicionales como la familia, la propiedad privada y la religión. “Capone y los suyos implantaron en la sociedad capitalista leyes bárbaras y antiguas; pero esta sociedad fue complaciente con ellos. Estaba dispuesta a la regresión”.
A lo mejor, Pablo Escobar, como Al Capone, también representó en aquellos turbulentos años ochenta la profunda tensión entre el deseo de lanzarse en los brazos despiadados de un capitalismo moderno, y el miedo a perder el mundo provinciano, otrora cómodo y ahora tambaleante. La mafia fue –ha sido y sigue siendo– una manera distorsionada de tramitar las demandas sociales de manera criminal y no política. Una forma de perpetuar la desigualdad y la precariedad democrática. Una manera de hacerle trampa al cambio social.
Todo lo que representaba Escobar tuvo especial arraigo en Medellín, epicentro de una región cuyos valores han sido descritos en una reciente encuesta de la Universidad Eafit como: pujanza por encima de todo, una débil articulación con lo público, una religiosidad más formal que real y donde el individualismo es notorio.
Pablo Escobar murió el 2 de diciembre de 1993 abatido como lo que fue: un vil criminal. Pero su proyecto de poder no necesariamente quedó truncado. Más bien adquirió formas diversas, a veces ilegales como el paramilitarismo, la guerrilla, o la narcopolítica. Otras, más glamorosas como una economía que absorbe encantada los miles de millones que anualmente lavan los discretos herederos de los carteles en las tiendas de lujo de las principales ciudades.
En las comunas de Medellín cientos de muchachos siguen buscando ser ‘alguien’ a través de las armas.
Veinte años después el país no ha logrado resolver plenamente los dilemas de la modernización, de la democracia y de la inclusión social.