Revista Semana. Sábado 5 Noviembre 2011. El libro, de la editorial Random House Mondadori, cuenta intimidades de los hermanos Gilberto y Miguel Rodriguez Orejuela, los capos más importantes del cartel de Cali.
LIBRO – Esta es la historia de Jorge Salcedo, el antiguo jefe de seguridad de Miguel Rodríguez Orejuela, quien se volvió informante de las autoridades y de la DEA y desempeñó un papel clave en la captura de sus antiguos jefes. Por su colaboración, no pasó un solo día en la cárcel y hoy es parte del programa de protección de testigos de los Estados Unidos, donde vive en un lugar desconocido con un nombre nuevo. SEMANA presenta apartes del libro.
Mercenarios contra Escobar
Con la ayuda de Jorge Salcedo, los hermanos Rodríguez Orejuela contrataron a dos mercenarios británicos para matar a Pablo Escobar en la Hacienda Nápoles. El atentado implicaba varios helicópteros y sicarios. Sin embargo, no pudo llevarse a cabo porque el piloto de uno de los helicópteros perdió el control en el aire y se estrelló contra las montañas. Así negociaron el precio de la cabeza de Escobar.
«A finales de febrero de 1989, Tomkins y McAleese (los mercenarios) aterrizaron en Cali para formalizar el contrato con los padrinos del cártel. (…) Gilberto presidió la discusión, que nuevamente se extendió hasta pasada la medianoche. (…) Se llegó a un rápido acuerdo sobre las metas estratégicas y las tácticas básicas. Como Gilberto había pensado desde un principio, los comandos harían una incursión a la luz del día en la Hacienda Nápoles y llegarían en helicópteros identificados con las insignias del Ejército y de la Policía Nacional. McAleese tendría que crear un plan detallado, pero se acordó el procedimiento general.
Entonces llegó el momento de hablar de pesos. Las negociaciones de este tipo eran el teatro de operaciones de Tomkins. Se metió una mano al bolsillo y sacó una cajetilla de cigarrillos. Como no vio ningún cenicero, preguntó cortésmente:
-¿Les importa si…?
Todos los ojos se volvieron hacia Miguel, quien frunció el ceño y negó con la cabeza.
-El Señor es muy sensible al humo. Es alérgico -explicó Jorge (jefe de seguridad de Miguel).
De hecho, nadie fumaba delante de los padrinos; en su presencia no se bebía en exceso ni se usaban drogas. Ellos no toleraban que sus empleados se dieran ninguna clase de licencia durante las horas de trabajo. Sin inmutarse, Tomkins continuó. Mencionó los muchos desafíos que implicaba el plan, la cantidad de hombres que se necesitarían para llevarlo a cabo y el tiempo estimado del entrenamiento.
-Podemos llevar a cabo la misión sin cometer errores, pero -hizo una pausa para lograr un efecto dramático y miró a los ojos a cada uno de los padrinos-… les costará, señores, un… millón… de… dólares.
Si Tomkins quería que los capos de Cali se asombraran, se quedó con las ganas. Gilberto se encogió de hombros y respondió:
-No hay problema. Les vamos a pagar dos o tres veces esa cantidad, más una bonificación, si las cosas salen como queremos.
(…) Más tarde, cuando estuvieron a solas en el auto, los mercenarios dieron rienda suelta a su entusiasmo.
-¡Este plan nos puede dejar con tres… o cinco millones, más bonificación! -exclamó Tomkins-. ¡Es increíble! ¡Histórico!»
Ejecución de un sapo
Los capos eran aficionados al fútbol, en especial Pacho Herrera, el capo más joven, quien era jugador aficionado y había financiado la construcción de algunas de las mejores canchas de fútbol del país. Una de ellas quedaba en su hacienda Los Cocos. Una noche, mientras jugaban un partido en Los Cocos, fueron atacados por 20 hombres vestidos con uniformes de la Policía. Diecinueve personas murieron y Pacho Herrera juró vengarse. Así sometieron a un campesino involucrado en el atentado.
«(…) Los hermanos Rodríguez Orejuela llegaron separadamente. Miguel fue el último de los padrinos en aparecer. Arribó en uno de sus habituales Mazda 626 (…). Cuando entró al establo, todos guardaron silencio. Pero fue Gilberto quien se hizo cargo de la situación. El campesino era joven (…) Se veía saludable, aparte de un ojo morado y unos rasguños en la cara. No estaba esposado ni atado, pero resultaba evidente que era un prisionero, que estaba solo y que no tenía escapatoria. Gilberto habló:
-Estás en serios problemas. Supongo que lo sabes.
El hombre miró al piso y se encogió de hombros.
-Pensaste que te ibas a salir con la tuya, ¿no? -continuó Gilberto-. Fuiste tan vivo, y nosotros tan tontos…
El prisionero le dio otra calada a su cigarrillo y continuó en silencio.
-¿Por qué lo hiciste? -le preguntó Gilberto en tono exigente.
Por fin, el campesino levantó la mirada. Con una tranquilidad que asombró a Jorge, contestó la pregunta mirando directamente a su interrogador:
-Cometí un error. Me prometieron una plata por recibir a unos visitantes. No sabía lo que estaban planeando hacer desde mi finca.
Gilberto frunció el ceño:
-¿Sabes lo que te va a suceder? -le preguntó.
El campesino bajó la mirada de nuevo y no dijo nada. La multitud estaba en absoluto silencio. (…) Finalmente Miguel habló:
-Vámonos.
La audiencia del campesino había llegado a su fin. Miguel se dispuso a abordar su auto, lo mismo que Gilberto y Chepe. Pero no Pacho: él y los sobrevivientes de (la masacre de) Los Cocos eran los encargados de impartir justicia.
Al indefenso campesino le quitaron la camisa y las botas y le amarraron las piernas a un Toyota Land Cruiser. La calma que había mostrado hasta ese momento finalmente cedió; empezó a luchar desesperadamente por soltarse cuando le amarraron los brazos a un Trooper de doble tracción. Lo patearon, lo insultaron y lo escupieron. Los motores se pusieron en marcha. La multitud abrió campo y estalló en vítores y aplausos cuando las dos camionetas arrancaron en dirección contraria, estirando lentamente al hombre, hasta dislocarle las articulaciones de brazos y piernas.(…) Mientras el campesino siguió respirando, siguieron atando y jalando lo que quedaba de él. (…) Los Caballeros de Cali eran capaces de actos de barbarie tan atroces como los de los peores maleantes de Escobar. Cada vez se hacía más difícil diferenciarlos».
Los Rodríguez y la viuda de Escobar
Las heridas entre el cartel de Medellín y el de Cali eran muy grandes. Después de la muerte de Escobar, los padrinos citaron a su esposa, María Victoria Henao, para una negociación tensa y difícil. El resultado fue que los padrinos respetarían su vida y la de sus hijos. Nadie sabe cuánto le costó a María Victoria Escobar ese trato.
«La muerte de Pablo Escobar puso punto final a la guerra entre Medellín y Cali, pero no al resentimiento. A pesar de haber salido victoriosos, a los cuatro padrinos les dolían los millones que habían tenido que invertir en la defensa de sus familias y en el financiamiento de las operaciones de Los Pepes. Además, muchos amigos y empleados suyos habían muerto en esa guerra despiadada. No era suficiente haber ganado. El cártel de Cali quería una compensación, ya fuera en sangre o en dólares.
(…) Así las cosas, la familia Escobar estaba atrapada en Colombia cuando los padrinos de Cali citaron a la viuda para discutir el precio de la paz. María Victoria Henao de Escobar estaba esperando en la recepción del Hotel Intercontinental cuando Jorge (jefe de seguridad de Miguel) llegó a recogerla, unos minutos antes de las diez de la noche.
-Buenas noches, señora -la saludó, antes de conducirla a un Mazda plateado que estaba en la entrada principal del hotel. La mujer había viajado sola; ningún guardaespaldas la acompañaba. Llevaba un sencillo vestido azul de seda y una pequeña cartera. Jorge también había ido solo y no estaba armado. Después de la muerte de Escobar, había archivado su pistola Walther. Jorge abrió la puerta del auto y ella se sentó en el asiento trasero. Él sonrió, tratando de tranquilizarla, y le dijo:
-Los Caballeros la están esperando. Estaremos con ellos en unos quince minutos -cerró la puerta, se sentó frente al volante y ajustó el espejo retrovisor.
(…) Su pasajera estaba a punto de conocer a los enemigos de su difunto esposo, los hombres detrás de Los Pepes, los asesinos de muchos de sus familiares, amigos y socios; los mismos que ahora amenazaban la vida de sus hijos. María Victoria dudó unos momentos después de apearse del auto y esperó a que Jorge le mostrara el camino. (…) Los cuatro padrinos la esperaban en sillones de cuero organizados alrededor de una única silla vacía. Ninguno se puso de pie para saludarla. No hubo apretones de mano ni saludos cordiales. La expresión de sus rostros se mantuvo severa.
Tras una breve presentación formal, Gilberto le señaló a la mujer la silla vacía:
-Tome asiento -le dijo, con una brusquedad que encajaba con el clima adusto del lugar.
Gilberto comenzó haciendo una cuenta aproximada del costo en dólares y en oportunidades perdidas que había tenido la estúpida e inútil guerra de Pablo (…).
No hubo histrionismo ni risas. Los nuevos reyes del narcotráfico en Colombia estaban imponiendo los términos de la rendición a los vencidos. Una hora más tarde, María Victoria salió de la habitación. Se veía cansada, pero aliviada. Su vida y la de sus hijos serían respetadas. Jorge no alcanzó a oír cuánto le había costado a la mujer esa garantía. Y prefirió no preguntar».
La tropa se rebela contra los capos
Los hermanos Rodríguez Orejuela trataron de negociar una amnistía con el gobierno colombiano varias veces. En una ocasión, los capos reunieron a todos los socios del cartel para convencerlos de entregarse. Sin embargo, la mayoría de los asistentes a esa reunión cuestionaron la autoridad de Miguel y Gilberto.
«El final de la guerra significaba que los traficantes caleños podían insistir en negociar una amnistía con el gobierno colombiano. Nadie hubiera aceptado ir a prisión mientras Escobar estuviera vivo para contratar sicarios dentro de la cárcel. Ahora no había nada que temer. Aunque las conversaciones con De Greiff eran secretas, la escasa información que Jorge había logrado reunir alentaba sus esperanzas respecto de lo que los jefes llamaban un «aterrizaje suave». Los padrinos abandonarían el negocio del narcotráfico y pagarían una corta condena en la cárcel, tras la cual recobrarían la libertad con su fortuna intacta y blanqueada. (…) Los Rodríguez Orejuela consideraban que el trato estaba tan cerca de cerrarse que citaron a los socios del cártel a una reunión, algo que no sucedía con frecuencia. Dicha reunión se llevó a cabo en una de las haciendas de Pacho, una moderna lechería en las afueras de Jamundí. Todos los miembros de la organización asistieron, incluidos los nuevos capos del norte del Valle del Cauca. Casi cien jefes y sus tenientes se reunieron en una alquería vacía de la alejada hacienda. (…)
-Como muchos de ustedes saben -empezó Gilberto-, hace algún tiempo tenemos conversaciones con el gobierno sobre los términos para resolver viejos problemas legales. Ha habido algún progreso y queremos contarles lo que se ha discutido hasta el momento.
A continuación, resaltó los puntos positivos: el gobierno les permitiría conservar sus fortunas, sus propiedades y sus negocios no relacionados con el narcotráfico; además, les daría condenas cortas. A cambio, los narcotraficantes debían cerrar sus laboratorios de procesamiento de cocaína de inmediato y abandonar por completo el negocio en un plazo de seis meses.
-No podemos hacer esto solos o individualmente. Tenemos que hacerlo juntos, o no hay trato -concluyó Gilberto desde lo alto de la mesa.
Llamó a Miguel, que se había reunido en varias ocasiones con el fiscal general. Mientras los hermanos cambiaban de lugar sobre la mesa, el recinto estalló en murmullos y protestas.
-¿Seis meses? Yo no puedo. Acabo de comprar un avión nuevo—gritó un traficante.
Otros protestaron en los mismos términos: tenían inversiones que recuperar, cargamentos multimillonarios a mitad de camino, alianzas comerciales, compromisos que debían cumplir.
-Tengo cinco familias trabajando para mí. Si cierro el negocio, ¿quién se va a ocupar de ellas? -resonó otra voz por encima del alboroto.
A Miguel le estaba costando restaurar el orden. Atrás, Jorge pudo escuchar fragmentos de conversaciones privadas:
-Para esos viejos es fácil salirse del negocio: ya son ricos -murmuró un hombre.
-Sí -contestó el que estaba a su lado-, que se vayan. Yo no me puedo retirar.
Si los Rodríguez Orejuela estaban esperando una acogida entusiasta a su propuesta, quedaron muy decepcionados. Miguel tuvo que gritar para recuperar el control de la reunión y hacerse escuchar entre el descontento general:
-Éste podría ser un trato único… La última oportunidad -les dijo.
Pero una avalancha de críticas ahogó su voz de nuevo. (…)»?
Miguel se salvó de milagro
Con la ayuda de Jorge Salcedo, quien estaba colaborando con la DEA, los agentes antinarcóticos Chris Feistl y David Mitchell planearon una ambiciosa operación para capturar a Miguel Rodríguez Orejuela en uno de sus apartamentos en Cali. Sin embargo, al llegar al lugar indicado, los agentes no lograron encontrar la caleta donde se escondía Miguel, y un fiscal colombiano los obligó a marcharse. Miguel Rodríguez Orejuela escapó de milagro, pero su libertad no duraría mucho más.
«(…) Más de noventa minutos después, finalmente se le permitió a un escuadrón de búsqueda entrar al departamento 402. Los hombres encontraron allí un conmutador telefónico de la marca Panasonic de varias líneas y un refrigerador colmado de los jugos de fruta y verdura favoritos del padrino. Ya habían verificado que en el garaje correspondiente al 402 se encontraba el Mazda 626 con placas BB W712, tal como había dicho Jorge. Encontraron a tres personas en el departamento: dos empleadas del servicio doméstico y un hombre que dijo vivir allí y llamarse Fercho.
-¿Fercho? -le preguntó Feistl (agente)-. ¿Es usted Jorge Castillo?
-Sí -respondió él.
Feistl volteó hacia su compañero y sonrió:-Llegamos al lugar correcto, Dave. Está acá.
Sin embargo, encontrar a Miguel demostró ser un desafío aún más frustrante. Después de dos horas de buscar sin éxito y de interrogar concienzudamente a Fercho, empezaron a acabárseles las ideas. Feistl y Mitchell habían recorrido algunas de las habitaciones tratando de identificar paredes falsas que insinuaran una caleta, pero sólo encontraron lo que a Feistl le pareció el trabajo de un maestro de obras chapucero. En un pequeño baño de la zona social, el sanitario estaba tan cerca del armario que las puertas de éste, al abrirse, lo golpeaban.
(…) Jerry Salameh y Rubén Prieto comenzaron a hacer huecos con un taladro en las paredes del baño, mientras la mayoría de los colombianos seguía viendo el partido de fútbol (…).
Después de que toda la atención se concentró en el baño de la sala, alguien decidió resistirse más activamente, orinando por fuera del sanitario. Cuando los estadounidenses se dieron cuenta, sospecharon de Buitrago. Parecía una táctica deliberada para evitar que se les ocurriera inspeccionar con mayor detenimiento las baldosas del piso, la mampostería y los espacios bajo el lavamanos. Ignorando el piso mojado, Feistl metió la cabeza entre el armario debajo del lavabo.
-¿Qué diablos es esto? -exclamó.
Era un tubo de oxígeno que salía de la pared detrás del lavamanos, prueba fehaciente de que había algo escondido allí. Salameh taladró esa pared y confirmó que estaba hueca. Mitchell sugirió que consiguieran una almádena. Antes, buscaron otra vez un acceso. No había prisa: el principal jefe del cártel de Cali estaba a unos centímetros, y no tenía manera de huir.(…)
En ese momento irrumpió en el recinto un fiscal que ordenó suspender el operativo y sacó a todo el mundo del lugar.
-¡Deben detenerse de inmediato! -tras un silencio confuso, el hombrecito de pelo renegrido se dirigió directamente a los agentes estadounidenses, que estaban de pie a la entrada del baño-. Quiero saber quiénes son ustedes, qué están haciendo aquí y con qué autoridad (…).
-¡Un momento! -casi gritó Mitchell, a punto de perder los estribos; estaban tan cerca… a centímetros del hombre más buscado del mundo-. Miguel Rodríguez Orejuela está escondido aquí, ¡detrás de esta pared!
No importaba. Amigos de los Rodríguez Orejuela habían intervenido y el fiscal seccional hacía caso omiso de las protestas de los agentes.(…)
(…) Más tarde, durante ese domingo, los medios reportaron que el máximo jefe del cártel de Cali había escapado del arresto por un pelo, escondido en un compartimento secreto en la pared de un departamento en Santa Rita. En la mañana, unos policías que inspeccionaban el lugar habían encontrado abierta la puerta de la caleta. Dentro hallaron un tanque de oxígeno y una camisa manchada con sangre, lo que hizo pensar a las autoridades que el taladro de Jerry Salameh había alcanzado al padrino».