Este es el perfil más completo hecho hasta ahora de María Isabel Santos, Juana y Sebastián Marroquín Santos y la esposa de éste: la familia más cercana de Pablo Escobar.
Sebastián Marroquín Santos abre un diminuto clóset incrustado en la pared de su estudio. Sin más preámbulos me dice: «Aquí está todo». Desde el piso hasta el techo hay una pila de cajas y sobres de manila con fotografías familiares de todas las épocas con su papá: fotos en las que aparecen vigilantes y empleados montados en el lomo de los rinocerontes de la hacienda Nápoles, fotos de la primera comunión y de los diferentes cumpleaños de él y de su hermana Manuela -hoy Juana Marroquín Santos- en las que hay un fondo de cientos de personas con una copa en la mano, fotos en la que su papá le regala su primera moto cuando tenía doce años, fotos en las que aparecen políticos al lado de su mamá.
Fotos de estudio donde su mamá posa con ropa de diseñador al lado de sus hijos y con un fondo de paredes blancas donde se vislumbran cuadros de Botero, Darío Morales y Dalí.
Hay -incluso- varias cajas de fotos en las que toda la familia trata de sonreír a pesar de estar encerrados y aterrados en una caleta después de la fuga de Escobar de la cárcel de la Catedral. En ese clóset, de 1 x 2 metros, se encuentra la memoria familiar del capo más grande de la historia de Colombia.
-Sufrimos mucho para recuperarlas -me dice Sebastián-. Mi papá tenía en cada caleta uno o más álbumes. Siempre quería estar con nosotros. Y siempre justificaba sus barbaridades diciendo que era por nosotros.
En las fotos siempre aparecen los cuatro, Victoria Eugenia Henao, hoy Isabel Santos, Pablo y sus dos hijos. El resto del mundo -su mundo- está de fondo. Además de ese museo portátil apilado en cajas, el apartamento de Sebastián y su esposa María Ángeles Sarmiento, la misma mujer con la que está desde hace veinte años, tiene varios portarretratos que se empeñan en mantener viva la presencia de Escobar. En las paredes de sus 50 metros cuadrados hay fotos de toda la familia y de Sebastián sentado en las piernas de su papá y un retrato amarillento del capo cuando hacía la primera comunión que -como una sombra permanente- cuelga de un nylon en el cuarto principal al lado de su mesa de noche .
En un rincón de la sala hay un televisor de plasma y una colección de videos de Escobar, entre ellos el documental Los pecados de mi padre, en ese lugar Sebastián se sienta todos los días a las 2.30 de la tarde para ver el noticiero. «Era una costumbre que tenía mi viejo. No importaba en la situación de peligro que estuviera. En las mañanas se leía todos los periódicos de Colombia. Al medio día y en la noche se sentaba a ver los noticieros. Jamás decía una palabra. Observaba, a veces apuntaba cosas y cuando terminaba el noticiero simplemente apagaba el televisor».
Esa monotonía, Escobar por todas partes, se rompe por la vista del hipódromo y los campos de polo de Palermo, que se ven desde un balcón en el que a duras penas cabe una persona, y por los cuadros que ha pintado María Ángeles en los últimos años.
-Empecé a pintar por terapia -dice Ángeles mientras acomoda uno de sus cuadros en la pared.
Ángeles y Sebastián se conocieron en 1989 en una fiesta de colegiales. Ella, en ese entonces, se llamaba Andrea Ochoa y era estudiante del colegio Santa María del Rosario en Medellín. Él tenía 13 años, y ella, 17. Se enamoraron. Ella se retorcía de rabia cuando la recogía en autos demasiado ostentosos. Le daba pena salir del colegio. A veces esperaba que todas sus compañeras se marcharan para subirse al carro. Lo regañaba y le pedía que no fuera tan loco. Sabía que era el hijo de Pablo Escobar, pero no le importaba. Juan Pablo, en ese momento, se consideraba el rey del mundo, tenía una colección de motocicletas -Enduros, Harley Davidson, Hondas-, se movilizaba en camionetas blindadas escoltado por un ejército de hombres al servicio de su padre. Con mover un dedo sus escoltas estaban listos a cumplir los deseos del hijo del «Patrón». «No me lo va a creer, pero cuando nos instalamos aquí en Buenos Aires, no sabía qué hacer con un menú en un restaurante, por lo general yo decía qué quería y los escoltas pedían y pagaban por mí».
En una ocasión, cuando su papá estaba preso, quería ir a una competencia de motocross, pero Pablo le pidió que no lo hiciera porque había un plan para secuestrarlo. Juan Pablo suplicó tanto (había llegado con su último boletín de notas para demostrar que se estaba portando bien), que su papá tomó un teléfono y empezó a llamar a cada una de las personas que estaba detrás del secuestro y le decía: «Mira, tal por cual, si a mi hijo le llega a pasar algo, le juro que su familia, sus hijos y toda su generación no tendrán un respiro en sus vidas… Así que ya saben cómo es la cosa conmigo».
En ese momento, cuando Escobar estaba en la cárcel, Juan Pablo y Ángeles tenían 15 y 19 años y decidieron irse a vivir juntos; Ángeles pasó a ser parte de la familia y cuando Escobar se fugó de la cárcel ella se convirtió en otra perseguida. Pablo Escobar no huía del Bloque de Búsqueda, de los Pepes y del Cartel de Cali con un ejército de sicarios de las comunas de Medellín: huía con su clan. Prefería estar cerca de ellos para protegerlos y tener la tranquilidad de que sus enemigos no iban a tocar a su familia. No quería que se repitiera la historia de la bomba del edificio Mónaco. Él no se encontraba en ese lugar en el momento de la explosión. El techo del cuarto principal se le vino encima a Juan Pablo y quedó aprisionado por una viga que su mamá todavía no sabe cómo le quitó de encima. Su hija Manuela se salvó de milagro. Ella estaba en la cuna y el ventanal del cuarto cayó adentro, partió el tetero por la mitad, pero a la pequeña no le pasó absolutamente nada.
Para mantenerse en movimiento con su familia, Escobar había diseñado un plan de escondites que estaban regados por toda la ciudad. Eran unas 15 casas, y en cada una de ellas sólo vivía una persona que hacía las veces de caletero. Ninguno se conocía con los otros. El único que sabía de la existencia de esas caletas era Escobar.
Siempre era así. Su seguridad se la proporcionaba él mismo. Cuando estuvo detenido en la Catedral, tenía un sistema de comunicación con el exterior bastante simple: un citófono que conectaba la cárcel con una oficina en Envigado, a casi doce kilómetros de distancia, por eso los equipos de telemetría y los rastreadores de llamadas telefónicas jamás lo pudieron escuchar. Para saber qué forastero llegaba a Medellín compró un ejército de taxis que operaban en el Olaya Herrera y Rionegro.
Tenía infiltrados en las Empresas Públicas de Medellín y conseguía la información de todas las llamadas nacionales que salían de la capital paisa. Un grupo de colaboradores repasaba con lupa en mano miles de hojas en busca de teléfonos con indicativos del Valle que, por a o b motivo, podrían estar en contacto con el cartel de Cali.
Se movía cada 48 horas, vendaba los ojos de su familia, los montaba en un taxi que él mismo manejaba y los llevaba al hogar de paso. Una vez allí, Escobar les pedía que recorrieran el sitio. Que observaran bien cada detalle y que le dijeran si podían reconocer el lugar. Si eso ocurría, de inmediato cambiaba de sitio y esa caleta quedaba eliminada como escondite. Tenía claro que si por alguna circunstancia sus enemigos capturaban a alguno de sus familiares lo iban a torturar para que confesara dónde estaban.
Por lo general Ángeles era la que encendía las alarmas. A ella a veces le daba pena mencionar que sí sabía dónde se encontraban. Su relación con Escobar había sido fugaz a pesar de llevar ya más de tres años de novia de su hijo. A partir de la fuga de la Catedral lo conoció de cerca. Al principio no sabía si decirle don o Pablo a secas. Finalmente lo llamaba por sus mil sobrenombres. Dos en especial: don Jaime o Míster. Los detalles que descubría Ángeles parecían insignificantes, pero eran clave para la seguridad de todos: la cúpula de una iglesia que veía desde alguna de las ventanas, el bullicio del Parque Berrío, el color de una reja a la entrada de la casa. Escobar la escuchaba, se resignaba y decía: «Tenemos que movernos otra vez».
Tenía unos protocolos estrictos de seguridad y la regla principal era que si alguno de ellos se separaba del grupo no podía volver a reunirse con el resto.
Ángeles sintió varias veces que iban a atraparlos. En una ocasión, cuando la persecución de las autoridades y de los enemigos del jefe del cartel de Medellín estaba en uno de sus momentos más implacables, Escobar le pidió que lo acompañara a la casa de su hermana. No eran más de las siete de la noche. Se fueron en un auto normal. Sin vidrios polarizados, ni blindado ni con escoltas. Escobar solo tenía puesta una peluca. Se presentaron en la recepción del edificio, preguntaron por la hermana de Pablo y Ángeles dijo que venía acompañada de un tío. Hasta ahí todo parecía normal.
Cuando tomaron el ascensor, dos personas lo abordaron al mismo tiempo que ellos. Ella entró en pánico y creyó que los iban a identificar. Pablo notó su nerviosismo y empezó a hablar de las vacas que habían comprado, los terneros que iba a vender, las cuentas de la finca. Improvisó una conversación. Cuando se bajaron los otros dos pasajeros le explicó que cuando la gente habla en el ascensor, los otros bajan la cabeza por respeto. Para no sentirse entrometidos en una conversación que no es de ellos. Y con la mirada en el piso era difícil que los identificaran.
En otra ocasión le encargó una misión más importante: organizar el cumpleaños de su esposa. Le dijo que le comprara una torta y que recogiera algunos regalos que había donde una hermana de María Victoria y que le enviaba la familia. La única condición era que tenía que regresar en cuatro horas. Con un margen de espera de quince minutos. Si no llegaba en ese lapso, perdía para siempre el rastro del resto de la familia. Ella hizo todo lo que tenía que hacer, recuerda que tomó tres taxis, que fue de un lado para otro. Se cercioró de que nadie la estuviera persiguiendo y cuando por fin recogió los regalos y la torta de cumpleaños, se soltó un aguacero interminable sobre Medellín que convirtió todas las vías en un eterno atasco; cuando llegó a la casa nadie le abrió.
Todavía llovía y apenas podía sostener con las manos todos los paquetes, empezó a llorar y a caminar por la acera. Estaba fuera del grupo. De pronto salió una mano de la caseta de un vigilante que la cogió por el brazo.
-¿Dónde se había metido, mija? -dijo Escobar.
Esas medidas de seguridad que a simple vista parecían primarias los mantenían lejos de sus enemigos. En una oportunidad se hallaban «encaletados» en una casaquinta en una de las montañas que rodean a Medellín y la zona terminó acordonada por la policía. No tenían provisiones y el frío les estaba haciendo mella. Pasaron los días y el cordón de seguridad de las autoridades continuaba. En una madrugada la hipotermia comenzó a hacer estragos en Manuela. En la casa lo único que había eran dos costales con dos millones de dólares y Escobar decidió hacer una hoguera con ellos para evitar que se congelara.
Manuela, hoy Juana, ha tenido varios episodios depresivos y varias veces ha intentado quitarse la vida. Hoy estudia relaciones públicas y los días en que tiene algún parcial su familia se pone en jaque porque una mala nota significa una recaída. Pero cada vez que eso pasa, María Isabel llama a Ángeles y le pide consejos, ella se pone al teléfono o sale para su casa y por lo general resuelve el problema con Sebastián.
Uno de esos momentos difíciles para Manuela ocurrió en noviembre de 1999, cuando estalló el escándalo en Buenos Aires y el mundo se enteró de que la familia de Escobar, de la que no se había vuelto a saber nada desde 1995, vivía en esa ciudad y que estaba acusada de falsificación de identidad y lavado de activos. A Sebastián le costó 45 días de prisión. Y a su madre 18 meses. Después de siete años de investigación por parte de la Fiscalía y la Corte Suprema de Justicia de Argentina que rastreó sus movimientos por cuanta cuenta bancaria les fue posible, se determinó que el dinero con el que vivían en Buenos Aires era legal y que las nuevas identidades habían sido otorgadas por la Fiscalía en Colombia.
Manuela pasó esos días terribles de la mano de María Ángeles, quien la cuidó en las noches de insomnio y en sus interminables horas de llanto. En esa época ya había conocido a su mejor amiga y gran confidente en la Argentina, la pintora Francisca Miranda, y ella también fue tocada por la tragedia justo en esos días. Su casa se incendió y sesenta por ciento de su cuerpo se quemó y perdió dos dedos en cada mano, con todo y eso, fue capaz de garabatear una nota para Sebastián en la que le daba ánimo.
-Eso me sacó de la depresión -dice Sebastián.
Por otro lado, Francisca animó a Ángeles para que tomara los pinceles y empezara a pintar, «es la mejor terapia», le dijo. Y ella empezó a pintar flores. «Son el símbolo de mi ciudad, por eso las pinto». Y por eso las flores están por todo el apartamento, el estudio de Sebastián y el de su mamá. Los cuatro continúan siendo paisas. Ella y la mamá de Sebastián siempre se visten con colores vivos. Llevan 15 años en Buenos Aires y todavía su acento no se ha contaminado de los giros bonaerenses. La cárcel, en esos días, también sirvió para que Sebastián y Ángeles dejaran de ser novios y se convirtieran en marido y mujer.
Ella -que tiene nacionalidad mexicana- viajó a México con un poder de Sebastián y se casó sola en una notaría; años después, el 7 de diciembre de 2003, se casarían en una iglesia en Buenos Aires, pero los únicos asistentes, además del cura, fueron Isabel y Manuela y uno que otro familiar que los visitó desde Colombia.
– ¿Salimos? -dice Sebastián.
En el garaje hay un sedán gris oscuro, de media gama, la primera compra importante que han hecho desde que están en Buenos Aires, «pero lo pagué con mi trabajo», dice Sebastián. «¡Y pensar que tenía un zoológico en el patio de mi casa!» Su próxima compra, me dice, será una moto.
Tomamos la Avenida el Libertador y nos dirigimos a Puerto Madero, una de las zonas más exclusivas de Buenos Aires y donde el metro cuadrado roza los cinco mil dólares, «aquí es donde me he desarrollado profesionalmente», me dice cuando parquea el auto. Son las diez de la noche y Sebastián está animado, «mire», continúa mientras señala la bahía que forma el Río de la Plata, «en este lugar se van a construir unas pasarelas flotantes. Van a servir como galerías de arte y almacenes de ropa exclusiva.
Es un proyecto de gran alcance que va a desarrollar el municipio. Hubo un concurso público y la empresa para la que he trabajado, la de Daniel Silberfaden, uno de los arquitectos más prestigiosos de la ciudad y actual presidente de la Sociedad Central de Arquitectos de Buenos Aires, se lo ganó. Yo formé parte del equipo que desarrolló el diseño. Ahora estamos a la espera de que se dé vía libre a su construcción».
Sebastián estudió diseño industrial en el Instituto ORT y cuando salió de la prisión le prometió a su madre que estudiaría arquitectura en la Universidad de Palermo. En ambas carreras fue un estudiante destacado, «era uno de los mejores», me dice una de sus ex compañeras que ahora trabaja con él. «Mi papá me repetía siempre que tenía que estudiar», dice Sebastián. Y también le decía que tenía que cuidar a su familia, cuando contaba ocho años le dio una tarjeta que, entre otras cosas, guarda estas palabras:
«Un día como hoy, hace ocho años, fue el día más feliz de mi vida. Ya eres un hombrecito. Nunca olvides que tu responsabilidad es cuidar de tu hermanita y de tu mamá. Tienes que protegerlas».
Y eso ha hecho. En el recorrido por Puerto Madero me muestra un lote en el que se va a construir un enorme colegio del Arzobispado de Buenos Aires y en el que él participó. Pero el punto más importante del recorrido es otro lote de 250 metros cuadrados, «aquí está el futuro de la familia», me dice Sebastián con la mano sobre la camándula con un cristo de plata que tiene desde que era niño mientras caminamos por el borde. «Mi madre, cuando llegó a esta ciudad y comenzó a trabajar en bienes inmuebles, compró este terreno cuando esto era una zona totalmente abandonada y se decía que en el futuro podía ser el mayor polo de crecimiento de Buenos Aires».
Durante los 18 meses que Isabel Santos estuvo en la cárcel, el juez trató por todos los medios de expropiar ese lote. Pero finalmente demostró que lo había comprado en forma legal, y cuando la Corte Suprema cerró el caso en su favor, Sebastián comenzó a trabajar en el diseño para construir un edificio de apartamentos. Llevan tres años de espera con la burocracia estatal para la aprobación de la construcción del edificio y ya han logrado varios vistos buenos del proyecto. «El diseño está listo», me dice Sebastián con una sonrisa, «ahora tenemos que buscar un inversionista, y… ¿no tenés hambre?, ¿dónde querés comer?».
A Sebastián todavía le cuesta el manejo de la carta, llamar al mesero, elegir un plato.
Ángeles le echa una mano para salir del apuro y mientras traen los platos italianos, su historia continúa. Toma la mano de Ángeles que luce un discreto anillo de bodas. Su matrimonio fue un fiel reflejo de lo que ha sido su vida. Cuando viajó a Ciudad de México con el poder para casarse en una notaría no contaba con que en las pantallas de Migración del aeropuerto ella aparecía como Andrea Ochoa y los papeles que traía eran de María Ángeles Sarmiento.
Seis jefes de Migración tuvieron que escuchar toda su historia y solo cuando cotejaron la información con autoridades argentinas y colombianas le dieron el visto bueno de ingreso. Su siguiente dilema fue el trámite notarial. Si se casaba con el nombre de Ángeles corría el riesgo de que el matrimonio fuera ilegal. Y si se casaba con su nombre de pila, en Argentina ese nombre no existía en los documentos públicos. Finalmente, ante el notario, logró aclarar dos cosas: su nombre y la ausencia del cónyuge.
-Todo el mundo quería matar a Sebastián -me dice su mamá en nuestro primer encuentro al día siguiente. Era la primera vez que María Isabel Santos aceptaba reunirse con un periodista colombiano. Desde hace veinte años trata de borrar su pasado. Un pasado que comenzó cuando tenía 13 años, cuando un joven arriero la enamoró para siempre. A los dos años ya estaba viviendo con él y esperaba su primer hijo. A los 23 huía de la guerra desatada por su marido con una hija de dos semanas de nacida.
María Isabel es una mujer de hablar pausado. De frases cortas. «Muchas de las cosas que hizo Pablo las conocí por la prensa», dice mientras revisa su correo electrónico en su oficina.
Minutos antes de la muerte de su esposo habló con él por teléfono desde las Residencias Tequendama, cuando el capo le insistía a su hijo que le enviara las preguntas que yo le había hecho llegar para una entrevista que sería publicada como primicia mundial en la revista Semana.
Todo quedó grabado: la policía tenía su cuartel de monitoreo dos pisos debajo del apartamento de los Escobar. En medio del llanto, María Victoria le dice «te extraño, te amo» y él cuelga. Esos dos episodios forman parte del documental que se conocerá en las próximas semanas en el Festival de Cine de Mar del Plata, posteriormente en Holanda y a comienzos de diciembre en Colombia.
Luego, en medio de la noticia de la muerte de Escobar, oyó unas palabras que le erizaron la piel. Sebastián dio unas declaraciones desafortunadas en la radio, dijo -palabras más, palabras menos- que él mismo iba a vengar a su papá y que acabaría con sus asesinos uno por uno. Habló como un capo, y los enemigos de su papá se pusieron en guardia; lo tomaron en serio y le pusieron precio a su cabeza. Isabel se puso a llorar. «Te equivocaste», le dijo.
Él trató de remediar el daño y volvió a hablar con los medios de comunicación y dijo que era un hombre de paz, que no iba a vengar la muerte de su padre. Que lo único que buscaba era la reconciliación para Colombia. Pero esas palabras poco o nada sirvieron para calmar a los enemigos de Escobar.
En ese momento empezó un vía crucis de doce meses para encontrar un país dispuesto a acogerlos. Ninguna embajada los recibía y la guillotina cada vez estaba más cerca. Los enemigos de Escobar llamaban a la familia y les decían que en la guerra se habían gastado mucha plata en balas y bombas contra su marido y que había adquirido una deuda con ellos. Por lo general llegaban con las escrituras de sus fincas y sus casas y le pedían que firmara el traspaso, otros le contaban que sabían que había una caleta con varios millones de dólares y que querían asegurarse de que no los iba a reclamar.
María Victoria firmaba papeles y daba su palabra, en ocasiones tenía que oír el relato detallado de los crímenes que había cometido su esposo y el porqué tenía que pagar. «Era horrible». Ella prefería interrumpirlos y firmar lo más rápido posible; cuando se acabaron las caletas y las propiedades de finca raíz, sus enemigos fueron por su último capital: los cuadros.
-Yo le decía a Pablo que se fuera a su finca con sus modelos y amigos, que yo me iba a Bogotá a ver obras de arte.
En su galería de recuerdos hay fotos sociales en las que aparece con artistas, galeristas y varios políticos, se convirtió en una coleccionista bastante importante y por su cuenta varios pintores colombianos vieron cómo los precios de sus obras alcanzaban precios escandalosos en 1990. Sus maestros preferidos eran Darío Morales, Fernando Botero, Luis Caballero, Ricardo Gómez Campuzano y Salvador Dalí. Por sus obras, en algunas ocasiones, pagó precios por encima del millón de dólares. Y con ellos adornó sus casas. El arte le enseñó a hacer buenas relaciones públicas. A codearse con una élite de personajes nacionales de los cuales guarda gratos recuerdos en su memoria y en fotos.
Pero su pinacoteca, por cuenta de sus inesperados cobradores, empezó a disminuir dramáticamente, cada cuadro que entregaba era un atentado más del que se salvaba Sebastián. Finalmente solo le quedaba un último tesoro: un Dalí que tenía avalado por US$1,2 millones. El hombre que le requería el cuadro le dio dos horas para entregarlo o de lo contrario daba la orden para que mataran a su hijo.
María Isabel le solicitó a su nuera, Ángeles, que fuera por él. Ella lo sacó, lo enrolló y lo guardó en un tubo y mientras esperaba un taxi para llevarlo al lugar que les habían pedido, se le acercó un loco y se obsesionó con el tubo. «Mío», dijo, y lo agarró con las dos manos. Ángeles sabía que ahí estaba la vida de su novio y de su familia y se dijo para sí misma: «para un loco, una más loca» y a punta de gritos y amenazas logró espantarlo.
-¿Se imagina ese loco con un Dalí? -pregunta Sebastián con una carcajada.
-Fue muy duro -continúa la mamá-. Recorrimos todas las embajadas y en todas nos cerraron las puertas. Hasta que apareció una supuesta condesa francesa que nos dijo que ella poseía la fórmula para que nuestro rastro quedara en el olvido para siempre: dijo que tenía los contactos para que nos recibieran en Mozambique.
El edén de la condesa francesa era Maputo, la capital de Mozambique. En el otro extremo del mundo. A cambio de un millón de dólares -solo pudieron pagarle 200.000-, la famosa condesa se comprometió a que el gobierno de ese país africano les daría nuevas identidades y pasaportes diplomáticos.
-Salimos del país por tierra -recuerda Sebastián-. Fuimos a Quito y allí hicimos la primera escala de un vuelo que nos llevaría a nuestro nuevo hogar.
-Y después de tantas horas de viaje -continúa Isabel-, de darle la vuelta al mundo, llegamos a una choza donde el piso era de tierra, no había agua potable ni las más mínimas condiciones de vida. De ahí nos llevaron a un hotel, pero la semana tenía un costo de diez mil dólares. No teníamos cómo aguantar ese tren de gastos.
Cuatro días después los Marroquín Santos emprendían el vuelo de regreso de Maputo sin destino establecido. «Solo queríamos salir. No teníamos ni idea de a donde llegaríamos. En el camino paramos en São Paulo. De ahí, llegamos a Río de Janeiro. Nos quedamos un día y no nos gustó. Tomamos otro vuelo y terminamos en Buenos Aires.
Por ahí habíamos pasado rumbo a Mozambique. Estuvimos tres días, y por primera vez en una oficina de migración nos dieron tres meses de estadía en un país. Entre todos decidimos que había llegado el momento de desempacar maletas y empezar una nueva vida».
Ángeles tiene 37 años, se graduó de Coaching Ontológico en el Instituto ICP y de la licenciatura de Publicidad en la Universidad de Belgrano y además de dictar cursos y conferencias en Buenos Aires fue invitada hace poco a dar un seminario por Ficomex en Medellín, eran siete panelistas y entre ellos estaba la ex canciller María Emma Mejía. Ángeles fue calificada como la mejor ponente por los cincuenta asistentes. Juana ha decidido mantenerse al margen de la vida pública y no quiere que nadie le pregunte por su vida. Ni siquiera aparece en el documental.
Isabel, apenas llegó, empezó a trabajar en finca raíz. Se insertó en el circuito artístico de Buenos Aires y es una habitué de todas los cocteles de inauguración en museos y galerías. No va como compradora, sino como amante del arte y como empresaria: en esos cocteles consigue sus clientes. Ella y su hijo comparten el mismo espacio en Palermo Soho en unas oficinas que tienen junto con una empresa de diseño alemana en la que trabajan otras siete personas.
-Ellos estaban en una oficina al frente, pero durante la crisis de 2000 los arriendos eran imposibles de pagar, ellos iban a cerrar y nosotros también, pero una tarde hablamos que por qué no compartíamos oficinas y gastos. Sin embargo, antes de cerrar cualquier trato, les contamos quiénes éramos. Su jefe -que acababa de llegar de Alemania- nos dijo que no le importaba, que creía en nosotros -dice Isabel.
-Este el futuro de la familia -me repite Sebastián con el computador al frente-. Se para de su silla y se estira. La camisa se le sale de la cintura y se ríe. Es un hombre relativamente feliz. Hace unos años recibió unas grabaciones que habían hecho las autoridades colombianas en las que su papá daba órdenes de asesinatos. Las oyó solo y cuando su esposa llegó lo encontró llorando en el piso. Pero todo eso empieza a quedar atrás. Hoy recorre Buenos Aires con sus jeans un poco más largos de lo normal, siempre abultados entre el tobillo y la pantorrilla, con un tubo en la mano y los ojos puestos en proyectos inmobiliarios. El diseño del edificio, la casa con la que tanto sueñan, es su última obsesión.
El edificio y, sobre todo, una reconciliación total con Colombia. Ya se reunieron con los Galán y con Rodrigo Lara. Ya les entregaron sus primeras visas para ir a Europa al estreno del documental. Él y Ángeles por fin piensan en tener un hijo, «antes necesitábamos un lugar en el mundo. Ya lo tenemos». Por lo pronto comparten sus vidas con Beethoven, un French Poodle, hijo de la pareja de perros que los acompañó cuando trataron de viajar a Alemania y les negaron la entrada. Tiempo después, cuando se instalaron en Buenos Aires, el descendiente de esas mascotas viajó directamente desde Medellín. Ya tiene sus buenos años, y es igual de discreto que el resto de la familia.
Fuente: REVISTA DON JUAN
Publicado: Jueves 5 De Noviembre
Texto: Jorge Lesmes
Fotos: David Sisso y Guido Chouela