El narcoterrorismo ataca al Poder Judicial. Lea un extracto de Días de memoria, de Jorge Cardona
La feroz embestida del narcotráfico comenzó minutos después del mediodía del viernes 28 de julio en un sector del barrio Santa Mónica, en el occidente de Medellín, cuando sujetos desconocidos que se movilizaban en dos vehículos acribillaron a la jueza tercera de orden público, María Elena Díaz Pérez, quien murió junto a sus dos escoltas, Dagoberto Rodríguez y José Alfonso de Lima. La jueza se había negado a revocar la medida de aseguramiento que expidió su colega Marta Lucía González contra Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño, entre otros maleantes, por las matanzas de campesinos en la región de Urabá, y después de confirmar la orden de detención en su contra como determinadores de las masacres perpetradas en las fincas La Negra y Honduras, fue asesinada con extrema sevicia.
El vehículo en que se movilizaba con sus escoltas recibió 60 impactos de fusil y ametralladora. Un nuevo acto de intimidación a la justicia por atreverse a encausar a los principales gestores del brazo armado del cartel de Medellín y a los promotores del paramilitarismo y su cruzada fundamentalista. Dos meses atrás, la víctima había sido el padre de la jueza Marta Lucía González. Ahora caía la jueza María Elena Díaz por la misma causa: aplicar el peso de la ley al narcoparamilitarismo.
Nacida en el municipio de Santa Rosa de Osos, Antioquia, de 38 años de edad y madre de una niña de dos años, después de una brillante trayectoria en diversos municipios de su región, la abogada María Elena Díaz asumió en septiembre de 1988 como jueza de orden público. Sólo duró 10 meses en el cargo, y aunque resolvió algunos casos en los que estaban involucrados importantes jefes de la guerrilla, el expediente judicial que le costó la vida fue el proceso por las matanzas en Urabá. Bastaron su coraje y su conocimiento para entender que era su deber confirmar las órdenes de detención proferidas en primera instancia. A riesgo de su vida, dejó escrito en su providencia que existían pruebas suficientes para establecer que Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha enviaban dinero producto del narcotráfico a los sicarios que operaban en el Magdalena Medio, y que era inaudito que el alcalde de Puerto Boyacá, Luis Rubio Rojas, desconociera los crímenes que estaban ocurriendo en la región, así como el proceder delictuoso de la Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, ACDEGAM. El narcoparamilitarismo quedaba una vez más al desnudo en la realidad procesal, pero de nuevo emboscaba a la justicia para acallarla.
En el cementerio de San Pedro, en medio de un sobrecogedor silencio y la incertidumbre de decenas de funcionarios del Poder Judicial igualmente amenazados, se llevaron a cabo las honras fúnebres de la inmolada jueza. El único representante del alto Gobierno en asistir al sepelio fue el recién posesionado ministro de Gobierno, Orlando Vásquez Velásquez. Los demás funcionarios fueron aterrados fiscales y jueces que ya no sabían qué camino coger para cumplir con su juramento. Sin embargo, aferrados a su valor y a su compromiso con Colombia, una vez más se unieron para expedir una declaración premonitoria: «Se ha asestado un golpe siniestro contra la justicia de orden público, se ha producido su primer martirio y es el preludio de una serie que ensangrentará al país». En la misma exhortación, los administradores de justicia ratificaron en pocas palabras la verdadera dimensión del ataque cometido en Medellín: «Es un crimen alevoso que reta a los poderes públicos y suscita una de dos respuestas: o el Estado se doblega ante el poder de la delincuencia organizada limitándose a condenar el hecho y a ofrecer protección a los jueces, o inicia, con voluntad política y actitud directa y decidida, el rescate de la perdida soberanía interna».
En protesta por el asesinato de la jueza María Elena Díaz, 20 000 funcionarios del Poder Judicial entraron en cese de actividades, generando una compleja situación que salió a sortear el Gobierno ofreciendo más escoltas, más carros blindados y la creación de residencias fiscales para los jueces amenazados. En insolente respuesta, Los Extraditables hicieron pública una nueva amenaza argumentando que, en vez de dialogar con ellos, el Gobierno se había dedicado a manipular a los jueces y los expedientes cometiendo toda clase de atropellos jurídicos. Insólita declaración que sólo suscitó el rechazo de los líderes sociales y de las fuerzas políticas, en solidaridad con el Poder Judicial, que en pocos años había visto caer asesinados a un ministro de Justicia, un Procurador General de la Nación, 14 magistrados, 11 funcionarios de Instrucción Criminal y más de 20 jueces. Además, en respaldo a una convocatoria de apoyo al departamento de Antioquia, que en pocos días había asistido al sacrificio de su gobernador, Antonio Roldán Betancur, y de la jueza María Elena Díaz, el viernes 4 de agosto se realizó en Medellín el Día de la Reflexión, la Acción y el Compromiso, para unir fuerzas en la defensa de una región atormentada por los enemigos de la paz. Mientras la sociedad trataba de unirse públicamente para enfrentar el trance más difícil de su historia por la andanada de los violentos, la extrema derecha política protagonizaba un desconcertante acto público para presentar su proyecto electoral. En el municipio de Yacopí, Cundinamarca, con más de 5 000 campesinos que llegaron en buses y camperos procedentes de Pacho, La Palma, Caparrapí, La Peña, Vergara, Villagómez o Puerto Boyacá, y que se dieron cita en una planicie situada detrás de una alicaída plaza de toros del pueblo, para formalizar el lanzamiento del Movimiento de Restauración Nacional, MORENA. En medio de una calurosa tarde de vallenatos, rancheras y música de carrilera, portando pancartas contra el comunismo, la Unión Patriótica y la guerrilla, con la mirada acuciosa de integrantes de la Fuerza de Tarea Centauro del Ejército y de miembros de la Policía, el secretario general de la controvertida Asociación de Ganaderos del Magdalena Medio, ACDEGAM, Iván Roberto Duque, presidió el acto de proclamación del movimiento que se presentó como el derecho de las autodefensas a ejercer la democracia en Colombia.
El acto incluyó la entonación del himno de las autodefensas dedicado a la Virgen del Carmen, con estrofas cantadas en coro por los manifestantes: «Deja libre a Colombia Madre amada, de la infame guerrilla comunista; la autodefensa campesina lista está para servirte, Inmaculada». Las imágenes provocaron asombro pero en vez de abrirse paso un consenso de rechazo a esta manifestación asociada a ACDEGAM y a las graves acusaciones judiciales en su contra, lo que se impuso fue una división de criterios respecto al accionar proselitista en su plataforma de lanzamiento. Los primeros en pronunciarse fueron los precandidatos liberales. El senador Hernando Durán sostuvo que la izquierda y la derecha tenían el mismo derecho a constituir partidos políticos, siempre y cuando estos estuvieran ceñidos a la ley y a la Constitución. El senador Ernesto Samper agregó que cualquier esfuerzo por sustituir la confrontación por las vías democráticas merecía su aceptación. El ex ministro Jaime Castro estimó que los ciudadanos tenían derecho a crear los partidos políticos que desearan, si respetaban el ordenamiento jurídico vigente. La izquierda salió a criticar acremente la proclamación del grupo político MORENA.
El secretario general del Partido Comunista, Gilberto Vieira, lo definió sin rodeos: «Me parece que el sicariato legaliza así sus crímenes». Comentario que amplió el congresista de la Unión Patriótica Bernardo Jaramillo Ossa: «El problema de MORENA es que pretende legitimar un fenómeno que el país ha rechazado, el de las llamadas autodefensas». La polémica creció cuando el movimiento fue presentado en Bogotá y anunció que tendría listas propias al Congreso y a las corporaciones públicas en los comicios de 1990. En una rueda de prensa presidida por sus dirigentes Armando Valenzuela Ruiz y Fernando Vargas Quemba, además promotores del semanario Resumen Gráfico, negaron cualquier vinculación con el narcotráfico pero se declararon en contra de la extradición de colombianos. Reiteraron, en cambio, el objetivo expuesto por el secretario de ACDEGAM, Iván Roberto Duque, según el cual, dondequiera que existieran ciudadanos contra la subversión, MORENA estaba dispuesto a presentar sus listas electorales. El propio Duque, en entrevista a la revista Semana, defendió su proyecto afirmando que si algunos miembros de ACDEGAM estaban comprometidos con la justicia, eran ellos quienes debían responder ante ella, y no la organización.
A los pocos días, en alusión al movimiento MORENA pero sin mencionarlo, el presidente Virgilio Barco, durante la ceremonia de posesión del procurador Alfonso Gómez Méndez, que se desarrolló el lunes 14 de agosto, intentó ponerle fin a la discusión con un comentario inequívoco: «Un movimiento que utilice, así sea indirectamente, métodos de coerción o de fuerza para alcanzar sus propósitos debe ser excluido de la contienda democrática. El proselitismo armado es inaceptable ». Su comentario iba más allá del exótico grupo MORENA; también buscaba prevenir el creciente protagonismo político de las FARC, el ELN y el EPL, que, además de sus campañas de secuestro y extorsión, cada día copaban más espacio político en algunas regiones. En un debate electoral presionado por los ilegales, la encrucijada mayor era para la Unión Patriótica. De cara a unas elecciones donde resultaba inevitable su rechazo a la vía armada. A menos de un año de la realización de las justas electorales, el paramilitarismo forjaba su camino político en las barbas del Estado. Lejos estaba la sociedad de advertir lo que esa misma corriente proselitista pero expresada en sicarios iba a provocar esa misma semana, en una de las más dolorosas jornadas de violencia que la memoria de Colombia guarda en sus entrañas.
La racha criminal comenzó al caer de la tarde del miércoles 16 de agosto, cuando cuatro sujetos que se movilizaban en dos motocicletas de color negro asesinaron al magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá Carlos Ernesto Valencia García. Después de terminar sus labores cotidianas, el jurista abandonó su despacho, ubicado en la carrera 6a con calle 11, en el centro de Bogotá, y emprendió la ruta hacia el vecino municipio de Chía, donde tenía su residencia, pero minutos después, cuando transitaba por la calle 13 con carrera 16, fue baleado por los sicarios. Aunque alcanzó a ser conducido a la clínica San Pedro Claver, la gravedad de las heridas causadas por seis impactos de pistola nueve milímetros hizo impotentes los esfuerzos de los facultativos por rescatar su vida. No bastaron los sacrificios personales del magistrado Carlos Valencia, quien se había apartado voluntariamente de su familia exiliada en Guatemala y había cambiado sus hábitos de vida, por las recurrentes amenazas de muerte. Los asesinos lo acecharon hasta en su domicilio. Cuando conocieron los recorridos que diariamente realizaba en un jeep Toyota blanco asignado para sus desplazamientos, acabaron con su vida cuando apenas contaba con 44 años de edad.
No era necesario ahondar en demasiadas pesquisas para saber de dónde venían las balas asesinas. El 14 de marzo de ese mismo año, el magistrado Carlos Valencia García había obrado como ponente de la decisión del Tribunal Superior de Bogotá que confirmó el auto de llamamiento a juicio contra Pablo Escobar Gaviria y varios de sus secuaces por el homicidio del director del diario El Espectador, Guillermo Cano Isaza.
Semanas antes había integrado la sala que confirmó el auto de llamamiento a juicio contra el capo Gonzalo Rodríguez Gacha como autor intelectual del asesinato del ex candidato presidencial de la Unión Patriótica, Jaime Pardo Leal. Era evidente que, una vez más, la mafia del narcotráfico ensangrentaba a la justicia y que su designio era silenciar a todo aquel funcionario que se atreviera a encausar a los barones de la droga. A pesar de que ese mismo 16 de agosto el Estado se había anotado un acierto al lograr la captura de Alonso de Jesús Baquero, alias «Vladimir», el principal sindicado de la autoría material de la masacre de 12 funcionarios de la justicia en La Rochela, Santander, el magnicidio del magistrado Carlos Valencia García dejaba una sensación inequívoca de que la guerra contra la mafia se estaba perdiendo.
Como en ocasiones similares, los jueces del país se declararon en paro y anunciaron masivas renuncias hasta tanto el Gobierno no adoptara severas medidas de protección que les permitieran ejercer su labor sin presiones. En particular, 48 de los 54 magistrados del Tribunal Superior de Bogotá, en una misiva de renuncia dirigida al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Fabio Morón Díaz, formularon un descarnado interrogante: «¿Qué queda de la justicia colombiana a la cual todos están atentos en criticar y que todos pretenden reformar, desde los doctores honoris causa hasta los trashumantes de procesos judiciales en trance de salvadores del país? Seguros de la inutilidad del sacrificio de más vidas humanas y de la ausencia de apoyo institucional efectivo, presentamos renuncia de nuestros cargos». A su vez, la Asociación de Empleados de la Rama Judicial, ASONAL Judicial, expidió una declaración en la que manifestó con señalamiento: «Resulta paradójico que los jueces, víctimas del ataque sistemático de los empresarios de la muerte, tengan que levantarse al lado de sus compañeros caídos para clamar la acción decidida de un Gobierno carente de auténtica voluntad política para proteger la vida de sus ilustres compatriotas».
Y por enésima vez salió a relucir el recuento de los mártires de la justicia colombiana. El ministro Rodrigo Lara Bonilla, asesinado en abril de 1984; el juez Tulio Manuel Castro Gil, en julio de 1985; los 11 magistrados que perecieron en el cruento asalto y posterior retoma del Palacio de Justicia en noviembre de ese mismo año; el magistrado Hernando Baquero Borda, sacrificado en julio de 1986; el magistrado Gustavo Zuluaga Serna, acribillado en octubre de ese mismo año; los 12 funcionarios de la justicia que fueron masacrados en La Rochela, Santander, en enero de 1989; el ex gobernador de Boyacá Álvaro González, asesinado en mayo a cambio de su hija, la jueza Marta Lucía González; la jueza María Elena Díaz Pérez, asesinada hacía apenas dos semanas; y ahora el magistrado del Tribunal Superior de Bogotá, Carlos Ernesto Valencia García. Aunque ASONAL Judicial hizo pública una investigación, según la cual entre los años 1982 y 1989 habían sido asesinados 120 de sus afiliados, la ola sangrienta de los últimos tiempos tenía un victimario reconocido: el triángulo Pablo Escobar, Gonzalo Rodríguez Gacha y Fidel Castaño identificado en la investigación de la jueza segunda de orden público, Marta Lucía González.
Esta vez la víctima era un prestante jurista. Nacido en Pereira en 1944 y graduado en la Facultad de Ciencias Sociales del Externado de Colombia en 1968, Carlos Valencia García se desempeñó inicialmente como juez en su ciudad natal y en el municipio de Santa Rosa de Cabal. Posteriormente se trasladó a Bogotá para regentar diversas cátedras en las facultades de Derecho de las universidades Libre, Los Andes y Externado de Colombia. En agosto de 1985, la Corte Suprema de Justicia lo designó como magistrado de la Sala Penal del Tribunal Superior de Bogotá, desde donde venía desplegando una valiente labor, especialmente en la investigación de casos relacionados con la arremetida de los carteles de la droga. Horas antes de ser asesinado, el magistrado Valencia García pidió revocar la sentencia de primera instancia que había absuelto al capo Gonzalo Rodríguez Gacha por el magnicidio del ex candidato presidencial Jaime Pardo Leal. Era un auténtico baluarte de la justicia y por eso sus colegas reaccionaron airadamente. Algunos pidieron la aplicación de la pena de muerte, otros propusieron la renuncia colectiva de todos los administradores de justicia. Aquélla fue una hora en que el Poder Judicial se puso de pie ante los violentos.
Pero los asesinos estaban sueltos y aquel agosto dejó una grieta enorme en el alma de Colombia. A las 6 y 20 de la mañana del viernes 18 de agosto, mientras en la sede del Tribunal Superior de Bogotá se adelantaba la velación de los despojos mortales del magistrado Carlos Valencia García, y en la Catedral Primada se ultimaban los detalles para sus honras fúnebres previstas para la una de la tarde, desde Medellín llegó otra mala noticia que estremeció a la sociedad. En el cruce de la carrera 80 con calle 48, entre los barrios Calazans y La Floresta, a escasos metros de la canalización de la quebrada La Hueso, en la capital antioqueña, en el instante en que su vehículo oficial se detuvo ante el semáforo en rojo frente a una sucursal bancaria, un grupo de sicarios con armas automáticas acribilló al comandante de la Policía de Antioquia, coronel Valdemar Franklin Quintero. Más de 30 disparos acabaron con la existencia de un valiente oficial que desde su llegada a Medellín había librado una batalla sin cuartel contra las mafias del narcotráfico y sus nexos sociales. «Dispararon sin misericordia, hasta que vaciaron todas sus armas contra el carro en que iba el oficial de la Policía», comentó un aterrado testigo del aleve crimen.
Siete meses y una semana duró al frente de la Policía Antioquia propinándole duros golpes a la mafia. En abril comandó la «Operación San Luis», que desmanteló en el oriente del departamento una red de laboratorios para el procesamiento de cocaína y dejó al descubierto alianzas entre el narcotráfico y los grupos de autodefensas. Un mes más tarde, por el soborno a un cabo de la policía en un retén en el municipio de Caldas, dispuso la captura del reconocido criador de caballos Fabio Ochoa Restrepo, padre de los narcotraficantes Jorge Luis, Juan David y Fabio Ochoa Vásquez. Poco a poco fue sumando enemigos entre los mafiosos. En mayo, en el aeropuerto José María Córdova de Rionegro, concretó la captura de Freddy Rodríguez Celade, hijo de Gonzalo Rodríguez Gacha, y colmó la copa. Mientras seguía decomisando aeronaves o allanaba bienes y destruía laboratorios de droga, los barones de la droga empezaron a preparar su venganza. Cuando arreciaron las amenazas, en vez de blindarse para un ataque esperado, el coronel Franklin Quintero desistió de la numerosa escolta que lo acompañaba porque no creyó justo exponer la vida de tantos hombres. Cuando lo acribillaron apenas lo acompañaban dos agentes de la institución, que resultaron heridos.
Nacido en Bucaramanga, el coronel Valdemar Franklin Quintero era un promisorio oficial que alcanzó 26 condecoraciones y 54 felicitaciones en su hoja de servicios, en 26 años de carrera profesional. En el momento de ser asesinado se proyectaba como un oficial destinado a asumir los honores del generalato. Pero se atravesó el narcotráfico. Sin preámbulos o pesquisas, así lo reconoció de inmediato el subdirector de la Policía, general Carlos Arturo Casadiego: «Nadie puede dudar de dónde viene este crimen y de dónde nos están disparando. Es la actitud cobarde, el modus operandi de esos sujetos que todos conocen perfectamente. La mafia de Medellín es la autora de este crimen y de los que siguen planeando y seguirán realizando. Es la autora de la muerte del gobernador de Antioquia, Antonio Roldán Betancur, de la jueza María Elena Díaz Pérez, del magistrado Carlos Ernesto Valencia García y, ahora, de la muerte de uno de nuestros mejores oficiales». Mientras en Bogotá los jueces de Colombia, con sus rostros desencajados, despedían a uno de sus más ilustres dignatarios, en la capital de Antioquia las Fuerzas Militares hacían lo propio con uno de sus hombres más abnegados y valerosos. Ambos fueron asesinados por el poder de la droga.
Un panorama oscuro de comentarios amargos. La desesperación colectiva multiplicada en desahogo por la necesidad de encontrar un responsable distinto a los asesinos de siempre. Durante el sepelio del magistrado Carlos Valencia García, se escucharon airadas voces contra el Ejecutivo, ajeno e impotente. «Gobierno, que pena, apoyas a MORENA», «Detrás de los sicarios están los mandatarios», injustas arengas contra el Presidente de la República y sus ministros, pero demostrativas de la angustia masiva de una Nación que, como lo resaltó otro de los asistentes a las exequias, «en cada magnicidio volvía a prometer carros blindados, pero lo único que podía garantizar era carros fúnebres». En el otro frente de la pesadumbre, en los ecos del asesinato del coronel Valdemar Franklin Quintero en Medellín, el alcalde de la ciudad, Juan Gómez Martínez, en sorpresiva alocución televisada, reclamó un nuevo pacto social para enfrentar el difícil momento que vivía la Nación, a través del diálogo abierto con los grupos guerrilleros, los paramilitares y los carteles del narcotráfico. En sus breves palabras, «con todas las fuerzas que desestabilizan a Colombia».
Fuente: cambio.com.co