Muchos jóvenes no recuerdan como vivencia personal lo que pasó hace dos décadas, cuando el capo más terrible del narcotráfico escapó de un centro de recreo llamado oficialmente “cárcel La Catedral” y burló -y dejó en evidencia- al Estado y a sus más altas autoridades.
Pero sin duda sí recordarán al personaje, protagonista forzoso de cualquier reseña histórica de nuestra abundante criminalidad.
Pablo Escobar burló, como ningún otro, la precaria institucionalidad colombiana. Dejó al descubierto, de manera irrefutable, la pasividad de todo un Gobierno con los desafueros del capo y sus secuaces. A pesar de información de inteligencia que indicaba lo que en ese centro recreacional sucedía, no se tomó ni una decisión al respecto, salvo cuando la intervención del recién posesionado Fiscal General obligó a hacerlo. Y el resultado fue tan penoso que aún avergüenza. Los grandes responsables del fiasco, valga decirlo, siguen con plena vigencia política.
El proceso de negociación con Escobar y sus abogados para su “sometimiento” a la Justicia es un asunto que aún debe estudiarse, y no todos los argumentos deben ser condenatorios. Pero una cosa es ese proceso, y otra la realidad de su permanencia en La Catedral y las omisiones y tolerancias del Gobierno de entonces.
Así es. Uno de los más ruidosos fracasos del Estado colombiano y de Gobierno alguno ocurrió hace largos 20 años. Y no sabemos si de esa bochornosa lección se aprendió algo.
EL COLOMBIANO | Publicado el 21 de julio de 2012