Sólo hay un día de diferencia entre el 1 y 2 de diciembre, tácitamente titulados: nacimiento y defunción, respectivamente. Las fechas están separadas por centímetros de vetas de mármol verde. Centímetros que resumen cuarenta y cuatro años de historia de esta ciudad en un paso de página.
La lápida propia del ladrón de lápidas, alguna vez decía: «Mientras el Cielo exista, existirán tus monumentos y tu nombre sobrevivirá como el firmamento». Tiempo después, cuando ya la madre del papá de Medellín lo acompañó a ras de suelo, y se confirmó que sus huesos seguían allí, que no habían sobornado a las directivas del inframundo para regresar y hacer convulsionar nuevamente la tierra y las redacciones de los periódicos, el mármol apuntó: «Cuando veas a un hombre bueno trata de imitarlo, cuando veas a un hombre malo examínate a ti mismo».
En aquella exhumación, la viuda del Patrón confirmaría que era él, ese su cráneo con el inconfundible mostacho que impuso el cliché del narcotraficante bigotón en el cine, y que años más tarde sobrevivía aferrado al hueso de su dueño. Y también estaba allí el agujero por el que entró la bala que fundió al cerebro de la mafia criolla. Un balazo puesto o autoimpuesto, porque la familia afirma que el Capo se suicidó (ir a enlace), cumpliendo su disposición de que era preferible una tumba en Colombia que una cárcel en Estados Unidos . Muerto el hombre nace el mito.
Día del padre de un año alejado de aquellos señalados en la tumba. Ahora la lápida no dice nada, trama algo u opta por callarse y escuchar los comentarios de los concurrentes. Porque este pedazo de tierra, cuadrado y con siete cabeceras que señalan los miembros de una misma familia, es quizá el más frecuentado de la ciudadela Monte Sacro. Por la esquina que llega hasta el Patrón, el primero en la línea, ya no crece el pasto de tanta suela hambrienta, de hombre y mujeres que estiran sus cuellos para asomarse al espejo verde moho, como identificados con los rasgos de la piedra y la carne tras ella.
El Papá y nosotros sus herederos. Ni una chiva, ni una burra vieja, ni una yegua blanca, ni una buena suegra. Así como ahora reposa a nivel con los otros sepultados, paralelamente nos dejó un negocio capaz de igualar los estratos sociales, uno que además permea las instituciones, los clubes de fútbol y hasta los reinados de belleza. El narcotráfico como elemento inexorable de los conflictos colombianos, además como factor identitario, la colección primavera verano que nos imponen las muñecas de la mafia de las telenovelas colombianas. Como lo diría alguna vez Jaime Garzón, en este país el que no tiene untado el bolsillo tiene untada la nariz; y hasta el cerebro. Se untaron las guerrillas y los paramilitares y los congresistas, y reprodujimos esa mirada del dicho paisa de la plata tuya o ajena pero que no te falte.
Nos heredaron un barrio de salas adornadas con la trinidad que forman la santísima virgen, el sagrado corazón y el retrato del Patrón. El papá de un ejército de hijos armados, y ahora huérfanos, los sicarios de las décadas de los ochenta y noventa, padres a su vez de una generación hija del terror, que se retuerce por los laberintos de los barrios de Medellín; o el papá de los hombres y mujeres humildes que vieron en él un «Robin Hood paisa», como lo nombraría una revista nacional (ir a enlace). Un benefactor desinteresado que les resolvería lo que el Estado no había podido; pero a la vez los confundía su doble, buscado y temido, por el mismo que no sabían si regresarían a sus casas en las noches.
Mientras en la capilla de Monte Sacro el sacerdote y los fieles elevan oraciones a los padres muertos, los huesos del Capo convocan a sus devotos y a los turistas curiosos. No es un panteón rimbombante como el de muchos en cementerios como el San Pedro, ni tanto como se esperaría de un hombre que además de cebras e hipopótamos, se construyó su propia cárcel y hasta dicen que compró la Copa Libertadores para el Nacional. Pero el espacio permite al visitante sentarse en una banca y entablar un diálogo con el difunto.
Un grupo de muchachos que seguramente no habían nacido cuando el Papá murió, se acercan, se bendicen y a falta de traer unas propias, toman las flores ya puestas sobre el césped que cubre las siete tumbas de los Gaviria Escobar, y las vuelven a tirar. En el sofá de piedra con el que cuenta el espacio, hay un hombre sentado, con boina verde de estrella roja al frente y unos lentes oscuros y redondos. «Decían que en esa época, Pablo era el responsable de la violencia y de las muertes. Ya no está. Ahora son las guerrillas o los paramilitares. Estamos más pobres, con más delincuencia y secuestros. Y qué, la culpa sigue siendo del gobierno». El hombre enciende un cigarrillo y continúa, «si Pablito hubiera llegado a presidente, el salario mínimo sería de dos millones, eso sí, habría que marchar derechito y si no pal hueco; pero la gente no estaría pasando necesidades».
Mientras el hombre habla, un grupo de gringos se han acercado, se toman fotos y gritan enrevesadamente. El de la boina los mira y sonríe, luego con cierto aire de superioridad se me acerca y murmura: «si estos son los que deberían estar tostados». Y es que ahora con Cartagena haciendo competencia en rutas de prostitución y droga, aprovechando la publicidad de la Cumbre de las Américas, Medellín le ha apostado también al turismo, y qué mejor superestrella que el Capo de Capos, con más de 6.000 admiradores en Facebook y donde además su cripta tiene un perfil propio para los devotos. El Pablo Escobar Tour, ofrece un recorrido en la Medellín de los narco: desde el tejado de la casa donde murió, el Edificio Dallas centro de negocios de Escobar, pasando por su tumba para finalmente conocer a ‘El Osito’, Roberto Escobar, hermano de Pablo. Y todo esto por sólo 30 dólares (ir a enlace).
Por momentos, las personas salen de la monotonía de la capilla y se dan una vuelta por las lápidas. En orden: Pablo Emilio Escobar Gaviria, Luis Fernando Escobar Gaviria, Teresa Vergara Castaño, Hermilda Gaviria de Escobar (la madre del Capo), Alvaro de Jesús Agudelo, Juan Manuel Escobar Echeverri, y por último, Abel de Jesús Escobar Echeverri, el papá del Papá.
Una pareja de novios y su perro se acercan, tocan la lápida de Pablo, se bendicen: en el nombre del Patrón, de sus Hijos y del Divino Niño de Atoche grabado en la cabecera de doña Hermilda, el beso de costumbre en el pulgar, amén. También hay quienes miran de reojo, rodean la tumba con el temor de que estalle, no se acercan demasiado pero los bombardean los recuerdos si son viejos, o los mitos si son jóvenes.
El de la boina se ha ido hace un rato, porque se siente el aire eléctrico que precede a la lluvia. Un anciano llega donde el Patrón, y con la costumbre de lo fácil que quizá dejó en este puñado de tierra que intenta olvidar ese pasado violento, se arrodilla y coloca sobre el nombre del Capo una imagen de la virgen y un tablero con números de tres y cuatro cifras. Espera que le pelechen los billetes de una tumba, del bolsillo de un muerto, que se le haga el milagrito. Se voltea y me dice, «numerología angelical, amigo. Cómpreme un numerito y verá como el Patrón le colabora, como a todos».
Finalmente caen los primero goterones sobre este día del padre. Y el de Medellín tuvo su compañía por un momento. La misa termina y comienzan las personas a subir a los carros, algunos aprovechan que el cielo aún les da tregua, van a la tumba y se consagran, quizá por el milagrito que quieren recibir fácilmente como él lo hizo, quizá por llevarlo en la buena para no correr peligro, porque nos incrustaron la lógica de estar con alguien o ser su enemigo.
Comienza a vaciarse la sala de los Escobar Gaviria en Monte Sacro, protegidos de la inminente tormenta por un techo de tierra, mármol y hierba. Que en paz descansen, y así mismo esta ciudad que sobrevivió tras ellos.
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Fuente: http://delaurbedigital.udea.edu.co
DOMINGO, 24 DE JUNIO DE 2012 21:01
Julio C. Londoño A.