Pablo Escobar Gaviria para rato

Por José Arturo Ealo Gaviria Viernes, 22 Junio 2012 20:51
La jocosa explicación de los colombianos era que Dios había hecho a su país tan bello y lo aprovisionó de una naturaleza tan lujuriante que, para compensar a los demás pueblos del mundo -tan injustamente relegados-, Él había poblado aquel paraíso con la raza de hombres más crueles de toda la creación. Colombia se podría describir como un país con una cantera de delincuentes; nación de belleza impoluta, sumida en la miseria y, desde siempre ingobernable. Estos malhechores barren la región robando, saqueando, violando, asesinando a diestra y siniestra, enriqueciéndose con negocios ilícitos, como lo fue Pablo Emilio Escobar Gaviria, quien mucho más que un contrabandista enriquecido, encarnaba el espíritu juvenil de la época: a todo lo largo y ancho del mundo civilizado una nueva generación se estaba volviendo adulta, cuya actitud hacia las drogas como forma de divertimento era sorprendentemente distinta a la de sus padres.

Él era un producto de la sociedad colombiana. Sin importarle cuán exitosa fuera su fama en el exterior, se preocupaba principalmente por el sitio que ocupaba en su país. Y en Colombia, una cosa es hacerse millonario con contrabando ilegal y liberalmente esparcir esa prosperidad, y otra muy distinta querer ser considerado un ciudadano respetable. Cuando Escobar se lo propuso la alta sociedad colombiana se rebeló. Al solicitar la admisión en el Club Campestre de Medellín, el foco social de las familias más influyentes y tradicionales lo rechazó.

Pablo era esa horrible caricatura de su propio país, inimaginablemente rico en recursos, pero violento, ebrio de poder, desafiante y orgulloso. La nación era demasiado débil para administrar su propia justicia (lo cual era cierto), sino que Estados Unidos representaba una especie de autoridad moral superior. En 1979, Colombia había firmado un tratado con USA que definía el tráfico de drogas.

Casi nadie que conociera mínimamente el tráfico de estupefacientes afirmaría que todo este entramado se podía reducir y mucho menos detener arrestando a un puñado de narcos. Sin embargo, resultaba más sencillo captar la atención del Congreso señalando con el dedo un conciliábulo de multimillonarios que al amorfo e impersonal fenómeno de la droga. Reunir el apoyo para ir a la guerra, o siquiera para financiarla, requiere de enemigos visibles y pintorescos narcos colombianos cumplían con el perfil a la perfección.

Durante aquel período, las opiniones del norteamericano medio y del público general cambiaron de forma espectacular. La década de coqueteo con el polvo blanco por parte de los norteamericanos ya había comenzado a agriarse, pero la muerte de Bias marcó el punto final. La cocaína perdió todo su glamur cuando inundó las calles en forma de «crack», una especie de roca mucho más barata, convertida en epidemia caníbal, que aumentaba la criminalidad en los barrios y destrozaba vidas. Los traficantes como Pablo dejaron de verse como símbolos de su tiempo, para ser meros criminales; ni siquiera proveedores de la sustancia más deseada del mundo, sino creadores de una plaga moderna.

Cualquiera puede ser un criminal, pero llegar a ser un forajido requiere admiradores. El forajido representa algo que va más allá de su propio destino.

Fuente: elmeridianodecordoba.com.co

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