La nueva vida de la mamá de Pablo

Publicado en agosto 2002
En agosto del 2002 Hermilda Gaviria, después de muchos años, abrió por primera vez las puertas de su casa.

Doña Hermilda Gaviria vive de los recuerdos. Habita en el sector de El Poblado, en Medellín, en un apartamento espacioso donde, para los ojos de quien por primera vez llega, resaltan la cantidad de imágenes religiosas. Doña Hermilda a pesar de sus años –que nunca confiesa– sigue erguida y lúcida. Llega acompañada de su hija Luz María y de entrada dice que no ha vuelto a atender a los medios de comunicación porque tergiversan “las palabras y los hechos”.
Doña Hermilda tiene el pelo cano, matizado con una tintura, está maquillada y debajo de sus lentes se ven unos ojos claros que son en todo caso más veloces que su cuerpo.

Está impecablemente vestida. Luz María resalta cómo su madre ha cuidado su imagen toda la vida. Cuenta que hace unos años filmó un video y como no le gustó su imagen pidió que se repitiera la grabación. Pero antes pasó por las manos de un cirujano plástico que le devolvió juventud a su rostro.
Cerca de su habitación, doña Hermilda tiene un enorme cuadro de Pablo Escobar. Él está fundido con la naturaleza y de sus manos, abiertas de manera generosa, brotan viviendas y canchas iluminadas. “Es el símbolo de lo que hizo por los pobres”, dice doña Hermilda. Su espaciosa habitación tiene un balcón sobre una zona verde que cruza una quebrada. A ambos lados de la cama, sobre los nocheros, tiene fotogra­fías suyas y en las paredes imágenes religiosas. Me llama la atención que no veo ninguna fotografía de su marido, Abelito, fallecido hace algunos meses.
Me llama la atención un fotomontaje de su padre. Le han puesto su cabeza a un jinete que monta a Terremoto, el caballo conocido como El Osito. Así este campesino, que fue contrabandista de licores en Urabá, pero que no alcanzó a conocer la prosperidad ilimitada de sus nietos, monta en un caballo que nunca podría haber tenido.
En el amplio vestier se encuentra el santuario de Pablo. Las paredes están forradas con sus fotografías, y los estantes tienen grabaciones de video y audio de diversos pasajes de su vida. De entre sus recuerdos saca una fotografía: es la niña Manuela montada en un caballo, que a primera vista no tiene nada especial.
“En ese caballo, que era de un campesino, Pablo logró burlar un cerco de la Policía. Luego lo mandó comprar y se lo regaló a Manuela. Lo bautizó Neptuno y lo convirtió en personaje de muchos cuentos que le narró a su niña”.
Son pedazos de una larga historia que tuvo momentos de euforia y largos años de padecimiento, que doña Hermilda recuerda a veces como picaresca y a veces como tragedia. Cuando ya se hablaba de lavado de dinero, su hijo, que ya empezaba a tener reputación como narcotraficante, le regaló unos dólares. Ella los examinó en detalle y cuando tuvo a su hijo enfrente le dijo: “Pablo, esos dólares quedaron mal lavados, están manchados con una tinta roja”.

Luego vino una época dorada en la que ella fue testigo de la generosidad de su hijo con la familia, con los pobres y con ella misma. Muestra videos donde ella aparece junto con sus hermanas y sus colegas maestras en diversos espectácu­los donde cantan, representan obras de teatro y realizan concursos de disfraces. Era el esplendor de la Hacienda Nápoles donde la fiesta era permanente. Y otros donde es coronada como “Maestra Reina”, un título que sucesivamente le impo­nían con toda pompa, en algún teatro de Medellín, sus amigas de la Asociación de Maestras Plateadas. También muestra fotografías de sus viajes por el mundo. Porque Pablo en tiempos de paz y en tiempos de guerra procuró que su madre viajara “a la China y a la Cochinchina”.

Luego se extiende describiendo cómo sufrió en carne propia la persecución. A su lado explotaron bombas de las que escapó milagrosamente. Pero se lamenta aún más de la persecución de la que Pablo fue objeto y se detiene en anécdotas con las que quiere demostrar la inteligencia con la que burlaba a sus enemigos.
“Pero él también realizó acciones que dañaron a la sociedad”, le digo. Ella responde airada: “Si Pablo hizo algo malo, fue por defenderse. La primera bomba en este país fue contra su familia en el edificio Mónaco”.

En la fase final de su vida sufrió múltiples cercos de los que huyó por milagros que atribuye al Niño Jesús de Atocha. Se enorgullece, con amor de madre incondicional, contando cómo aun en las circunstancias más difíciles, vadeaba ríos y evadía cercos de la Policía, para llegar a lugares recónditos con las comidas que su hijo apetecía.

Doña Hermilda recuerda el operativo de Aguas Frías, en las montañas del occidente de Medellín. Pablo había subido a un cerro para tratar de comunicarse con su hijo Juan Pablo. Desde allí vio cómo, a la distancia, se cerraba un cerco policial. Sin tiempo de regresar a su caleta, bajó precipitadamente por unas “peñoleras” en las que destrozó su ropa y se produjo algunas contusiones. Después de varias horas de camino llegó al barrio San Javier La Loma, donde abordó un taxi. “Cosa curiosa –anota doña Hermilda–, lo acusaban de ser multimillonario y en ese momento no tenía con qué pagar un taxi”. Debió buscar la casa de una prima que le prestara para pagar la carrera y que lo alojara mientras restablecía sus contactos.

Pablo se refugió en una mansión en El Poblado, donde vio por última vez a su familia. En las noches le narraba y grababa cuentos, como los del maravilloso caballo Neptuno, a Manuela. Esos cuentos fueron como una especie de despedida de su entrañable hija. “Es como si él tuviera conciencia de que su fin se aproximaba –dice Luz María–. En esa casa lo vieron llorar por primera vez”.

De El Poblado Pablo salió para la casa del barrio Los Olivos, en el occidente de la ciudad. El Limón –el hombre que murió a su lado– y una prima –quien se salvó de la muerte por haber salido a una diligencia– eran sus únicas compañías. Doña Hermilda estaba a pocas cuadras del sitio cuando la noticia retumbó en la radio. Primero en carro y después a pie corrió hasta el sitio. Al ver el cuerpo de El Limón, por un momento tuvo la idea de que todo había sido una falsa alarma. Pero pronto vio cómo bajaban el cuerpo de su hijo del tejado. No necesitó más que sus ojos de madre para identificarlo.

Desde entonces ha vivido para mantener y defender la imagen de su hijo. Cumplió la promesa de construirle una capilla al Niño Jesús de Atocha en el barrio que construyeron para quinientas familias humildes. Celebra religiosamente los meses y los aniversarios de la muerte. Guarda recuerdos de todo tipo, incluida una camisa que tuvo puesta, sin atreverse a lavarla porque “pierde el olor a Pablo”.

Su pasado es inmenso pero su presente es limitado. El país se le hace un paisaje lejano y difuso del que alcanza a percibir guerras sin fin y para el que, como casi todos, desea la paz. Su vida verdadera gira alrededor de su familia, de la que sigue siendo el centro inamovible. Se alegra de que su nieto Juan Pablo tenga éxito profesional en Argentina, de que María Victoria, su nuera, esté a punto de salir de los líos judiciales en los que se ha visto envuelta. Que su hijo Roberto haya sido exonerado de la acusación de secuestro y goce de una libertad definitiva. Que pueda disfrutar del cariño de sus nietos. Que pueda pasear con sus maestras, amigas incondicionales… Pero sobre todo que pueda rezar incansablemente y cuidar sus cincuenta imágenes religiosas y los recuerdos de su Pablo.
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