2004. Miércoles, 22 de diciembre. 10:00 a. m. Londres. Andy Swindells revisa un cuarto de hotel en Lisson Grove; el cuarto que había ocupado hasta hace un par de días uno de los más expertos ladrones del mundo.
La cama está tendida. Hay dos mesas de luz a lado y lado. En el costado izquierdo reposa un armario de madera de seis cajones. Cualquiera diría que Guzmán visitó un casino y se sacó el premio mayor; en el interior del mueble hay cientos y cientos de monedas. Más abajo, en otros cajones, hay recibos, tiquetes de compras de distintos almacenes. Bolsas. Facturas. Chequeras. Una etiqueta de equipaje de San Petersburgo. Un pasaje de avión a Estambul y un tiquete de compra de un reloj Jaeger-LeCoultre por 20.700 libras.
En el fondo de uno de los cajones, entre un par de toallas, Swindells encuentra un tesoro: dos pasaportes: uno ruso y otro español. Ambos, sesudamente falsificados, tienen la foto de Guzmán. El español pertenece a David Iglesias Vieito; Guzmán lo robó un año atrás, en uno de sus tantos logros en un hotel de las islas Canarias.
La habitación grande y clara está alquilada a nombre de un amigo del ladrón, un francés que conoció dos semanas atrás. Swindells le cuenta lo sucedido; el francés no sale de su asombro: “pensé que era un hombre de negocios; siempre lo he llamado ‘David de España’”.
Una hora más tarde Swindells es trasladado a una pequeña cárcel. Allí, en una cama, con la mirada suspendida en el techo, reposa Guzmán. Los dos hombres se ven cara a cara. El detective no puede dejar de examinar el lunar azulado que el ladrón tiene justo arriba de la nariz. Swindells le pregunta por cada uno de sus robos: cuatro en Londres en 2001 y cuatro en 2004, que incluían el del Mandarín Oriental (de donde Guzmán sustrajo 40.000 libras en joyas y efectivo) y el de Dorchester (en donde robó cerca de 36.000 libras). Al escuchar al detective, Guzmán asiente con la cabeza, simula una leve y taimada sonrisa. Le gusta lo que oye. Al final de la intervención confiesa su responsabilidad en cada uno de esos robos y le cuenta a Swindells, paso a paso, con cinismo y gusto, orgulloso de sí mismo, la forma en que los ejecutó.
Después de unos cuantos pero largos segundos de silencio, Swindells le pregunta por qué siendo un hombre tan brillante se ha dedicado a robar. Guzmán, con los ojos perdidos en algún lugar del recinto oscuro, le responde: “usted no lo entendería”.
2005. Lunes, 6 de junio. Prisión de Standforfd Hill, Kent, Inglaterra. Juan Carlos Guzmán se despierta a las seis de la mañana. Se baña y toma su desayuno junto a los otros reclusos. Luego se dispone a asistir a una clase, como ha venido ocurriendo en los últimos 71 días de su vida, desde que un juez inglés le dictó una sentencia de tres años y medio por los delitos cometidos en los hoteles más lujosos de Londres.
Standford Hill es una cárcel clavada en la isla de Sheppey, de categoría D, lo que la hace una prisión abierta; en ella están recluidos los presos que cumplen condenas menores a cinco años, de baja peligrosidad y de poca probabilidad de fuga.
Son las tres de la tarde. Es un día soleado en Sheppey. Guzmán manda a llamar a uno de los guardias hasta su reja. Se queja de dolor de muela. Le dice que necesita ir al dentista. El dolor parece insoportable. Los guardias le abren las puertas de la prisión y lo dejan salir solo, como se permite en una cárcel abierta.
“Tiene quince alias, dos pasaportes falsos, ha robado en más de cuarenta hoteles del mundo. ¿Tenían que instalarlo en una cárcel de categoría D?”, se preguntaba retóricamente, una y otra vez, el detective Swindells, después de conocer el dictamen de Michael Peart, el juez que atendió el caso. Ahora Swindells sabe que algo saldrá mal; las noticias no tardarán en llegar al departamento de investigaciones de Scotland Yard.
Apenas da un paso afuera del inmenso presidio, Guzmán oculta sus ojos detrás de unas gafas Cartier. Va al dentista, pero jamás vuelve a la cárcel de Standford Hill. Huye por el único camino posible: un puente en la parte continental de Kent. Logra salir de Inglaterra solo, sin dinero, sin tarjetas de crédito, sin amparo. Sólo Dios sabe cómo logra instalarse en Dublín.
2005. Jueves, 16 de junio. 2:30 p. m. Irlanda. La catedral de San Patricio luce empapada. Llueve en el centro de Dublín. Juan Carlos Guzmán, guarnecido bajo un paraguas negro, camina despacio por una calle peatonal. Entra al hotel Merrion. El conserje lo saluda, le abre la puerta y recibe su paraguas; cada acto se reviste de una esmerada atención cortesana.
Guzmán dirige la vista hacia la chimenea situada al frente del recibidor; se acomoda en una fina silla de cedro, del color de la natilla; todo allí tiene una envoltura ceremonial: el espejo ancho acomodado encima de la chimenea, las tenues lucecillas que sobresalen a lado y lado del mármol, las flores largas y de colores opacos y las lámparas vestidas con cristal de roca del siglo xvii que cuelgan del techo, repletas de pequeñas velas.
La noche anterior estuvo en el bar. Bebió un poco de cerveza mientras estudiaba a su víctima. Cuando el sujeto partió en compañía de una mujer, Guzmán recogió una copia del recibo en donde aparecía su nombre y su número de habitación.
Ahora, en la sala del lujoso Merrion, Guzmán pide té. Mira con reserva las estampillas irlandesas de una de las paredes. Se deleita con el calor del fuego y cruza una o dos líneas con algún huésped. Minutos más tarde se dirige al lobby. Saluda amablemente a los empleados. Habla del clima en un perfecto inglés. Cambia unas cuantas divisas. Dilata su charla unos minutos más, ríe, bromea. Se asegura de que los empleados reconozcan su cara después.
Al día siguiente Juan Carlos Guzmán, quien lleva puesta una camiseta con un mensaje que dice: “Ahorra agua, bebe cerveza”, hace una llamada desde el vestíbulo del hotel. Minutos más tarde sube hasta el último piso. Desde allí, a las 9:30 de la mañana, todos los días, las aseadoras llevan sábanas y cobijas limpias a los cuartos. Aborda a una de ellas. “Extravié mi llave”, le dice. Necesita que lo ayude a abrir su habitación. La aseadora le responde que no puede. Pero él, de antemano, conoce su respuesta. Sigue hablándole. Dice que no sabe dónde pudo perderla. Poco a poco se muestra encantador. Le hace preguntas, después le suelta un halago. Ríen. Congenian. Guzmán quiere conocer detalles sobre sus víctimas. La aseadora cae en la trampa; de repente, ésta dispara: “No hay de qué preocuparse, señor. Seguramente todo estará solucionado para cuando yo recoja a sus hijos y los lleve a la guardería”.
Guzmán se dirige nuevamente al lobby. Kirk, el recepcionista, lo reconoce, lo saluda agradablemente. Guzmán le pide una nueva llave para su habitación. “Perdí estúpidamente mis llaves”, le explica. Antes de intercambiar cualquier tipo de información, el astuto hombre le dice que quiere confirmar el servicio de guardería para esa noche. No da lugar a dudas. Ni a sospechas. Al fin y al cabo: el cliente tiene siempre la razón.
Ahora, llave en mano, se dirige al cuarto, a la suite de sus víctimas. Sabe que el matrimonio de Beverly Hills llegó a Dublín en un viaje de placer, así que tardarán en volver al hotel. Ya instalado en el cuarto, calculando cada detalle, llama al operador del Merrion. “Mis hijos estuvieron jugando con las claves de las cajas fuertes y me es imposible abrirlas”, le dice a un empleado con su magnífico y creíble acento gringo. Minutos después un conserje lo saca del apuro: abre las cajas.
Guzmán baja, como si nada. Se despide con la gentileza que lo ha caracterizado durante su estadía. En la entrada del Merrion un chofer de Bentley lo espera en un lujoso automóvil. Guzmán sale del hotel. Lleva consigo casi 4.000 dólares, un anillo de rubí, una tarjeta de crédito empresarial American Express y los pasaportes de la pareja.
Mas tarde, después de dejar sus nuevas pertenencias en el cuarto de un hostal, entra a Weir & Sons, la joyería más grande de Dublín. Con la American Express compra un reloj rolex Daytona de oro blanco y dos mil dólares más en joyas. Luego va rumbo a Brown Thomas, la tienda de moda más lujosa de Irlanda; se mide alrededor de diez trajes de diseñador y gasta otros 700 dólares en ellos.
En la noche, cuando la pareja de estadounidenses llega al hotel se percatan de la calamidad. Un huracán llamado Juan Carlos Guzmán se ha llevado todo.
2005. Viernes, 17 de Junio. Irlanda. Hace nueve horas Juan Carlos Guzmán protagonizó uno de sus mejores robos. Ahora decide cambiar de hotel. Esta vez se hospeda en un hostal modesto. Después de descansar durante medio día echado en una cama, sale a caminar por las calles de Dublín; se dirige a hmv, la famosa megatienda musical. Compra cerca de mil dólares en música y paga con la ya maltratada y muy dadivosa American Express.
Por descuido no se percata de un pequeño detalle: la pareja de estadounidenses ya denunció el robo de la tarjeta.
Después de pagar, el dueño del almacén le ordena que lo acompañe a su oficina. Allí, quince minutos más tarde, Bryan McGlinn, detective de la Policía irlandesa, le presenta una orden de detención. Guzmán se defiende, esta vez en un spanglish desconcertante. Les dice —al dueño de la tienda y al detective— que acaba de encontrarse la tarjeta en la calle camino a la tienda, por eso había decidido entrar y comprar algo de música. En seguida presenta sus documentos: un pasaporte español a nombre de Alejandro Cuenca, 25 años, procedente de Cádiz, España. Dice ser huérfano de una familia gitana al sur del país ibérico. Al juzgar por su dialecto y sus facciones, los dos hombres terminan convencidos de su identidad. No les queda duda cuando descubren un tatuaje de la bandera española en su brazo. El detective le pide disculpas, le dice que buscan a un sujeto de origen colombiano, pero no se da cuenta de que está en frente del genio encantador, el mismo a quien Swindells describió como el que es capaz de vender cubos de hielo en el Ártico.
Se va. Parte con las manos repletas de bolsas con discos. Camina lento, esta vez más que de costumbre. En su mente se posan varios recuerdos: cuando lo detuvieron por vez primera en Londres, hacia 1998, después de robar en el hotel Le Méridien y emplear una tarjeta de crédito robada. No sabía exactamente qué hacer, ni qué decir. Pero de repente, de su boca salió un acento español que pronunció: “Pero si yo no soy el que buscan. Yo me llamo Gonzalo Zapater Vivas”, y lo comprobó cuando sacó de su bolsillo el pasaporte que confirmaba esa identidad; entonces lo dejaron ir.
Y cuando lo arrestaron en el aeropuerto de Heathrow. Acababa de hacer unas compras en Dixons, el famoso almacén; usó una tarjeta de crédito robada en una habitación de un hotel de Tokio. Entonces dijo que se llamaba César Vera Ortigosa. Fue declarado culpable, pero pagó su fianza: 800 dólares; los pagó en efectivo; sacó un fajo de billetes de su bolsillo y lo dejaron libre.
Si la Policía hubiera contado con un sistema de huellas digitales, su suerte habría sido otra; pues no tardarían en darse cuenta de que Cuenca, Zapater Vivas y Ortigosa Vera eran una misma persona; pero la suerte, esa dama caprichosa, por ahora, era su amante, le pertenecía. Al fin y al cabo, parecía el personaje de la canción de M.I.A.: volaba como el papel, se elevaba como los aviones y si lo atrapaban en la frontera, tenía visados a su nombre.
2009. Lunes, 21 de septiembre. 11:45 a. m. Vermont. Frontera entre Canadá y Estados Unidos. Hace calor, Juan Carlos Guzmán no soporta los rayos de sol que caen en su cara. Hace veinte minutos está en una carretera, camina solo con un tarro vacío en sus manos. Busca una estación de gasolina. Alza los brazos en busca de ayuda. Nadie para.
De repente, ve que una patrulla de la Policía se estaciona en la orilla de la calzada. De ella se baja un hombre calvo, enjuto, de unos 50 años. Es un agente de la Policía fronteriza. Camina hacia él fijamente, con las manos en la cintura.
Los dos hombres se saludan. Guzmán le pide ayuda: su auto, estacionado unos metros atrás, está averiado; no tiene gasolina y su teléfono celular se quedó sin batería. El policía nota algo raro en él. Es el tono de su voz. Parece acelerado, pronuncia una gran cantidad de palabras por minuto, más de lo normal. También suda en exceso. El calor insoportable de la zona y el estado de su auto explicarían su comportamiento; sin embargo, el policía no suele equivocarse con esas cosas. Algo anda mal.
“A lo mejor no se dio cuenta, pero usted acaba de pasar la línea fronteriza”, dice el policía. En seguida le pide su identificación.
Guzmán camina otra vez hacia su auto, saca de él un pasaporte español a nombre de Jordi Ejarque Rodríguez. El sargento mira los numerosos sellos: Turquía, Egipto, Londres, Jordania, España, Omán…
Al sargento algo le huele mal. Después de ver el pasaporte, el sujeto le parece aún más raro.
Cuando decide confirmar su identidad por medio de una lectura electrónica de sus huellas digitales, la luz roja, señal de alerta, se enciende. Es cuando lo comprueba: tiene razón, algo anda mal. Acaba de dar con uno de los estafadores más perseguidos en todo el mundo.
Juan Carlos Guzmán Betancourt: vinculado a trece casos por hurto y estafa en hoteles de Londres, Francia, Irlanda y España. Prófugo de una cárcel de Inglaterra. Capturado en el aeropuerto de Heathrow de Londres con una tarjeta de crédito robada en Japón. Procesado en Dublín por robo. Ladrón. Políglota. Mentiroso. Genio. Una especie de Frank Abagnale Jr., a quien Spilberg dio vida en Catch me if you can. El supuesto hijo de un diplomático. Un ficticio príncipe alemán. El jeque árabe. El carismático. El fingido descendiente de una familia de gitanos. El hipnotizador. El magnífico corredor de bolsa catalán. El huérfano. El estafador internacional más buscado en el mundo. Gonzalo Zapater Vives. Khalid al-Sharif. Jordi Ejarque. David Iglesias Vieito. César Ortigosa Vera. Todos. Él. Está ahora mismo recluido en una cárcel de Estados Unidos, al recibir una condena de un juez del estado de Vermont por treinta años. Mientras tanto, en su mente brillante planea como siempre un escape.