Nota de Tiempo Argentino
El rey de la cocaína vivía en un exclusivo barrio de Medellín. El edificio de 8.000 metros cuadrados albergaba al jefe narco a su esposa, sus dos hijos, y a un grupo de colaboradores cercanos y sicarios.
En Colombia hay quienes creen que Pablo Emilio Escobar Gaviria está vivo. Hay otros que dicen que es el muerto más visitado del país, y como si fuese un prócer, le llevan claveles rojos, blancos y amarillos, además de cartas y pedidos a su tumba en el cementerio Monte Sacro de Medellín.
Están los que creen que es un santo, entonces le rezan y le prenden velas. Otros, muchos, muchísimos, cada vez que lo nombran sienten asco. Otros, muchos, muchísimos, prefieren no hablar, ni siquiera se atreven a mencionar su nombre, aun le tienen pánico. Hace veintiún años que asesinaron al Rey de la cocaína, sin embargo la figura del «Patrón» continúa omnipresente en las calles de Medellín.
El Edificio Mónaco, ubicado en el exclusivo barrio Santa María de Los Ángeles, fue unos de los bunkers que el capo narco construyó en Medellín. En la torre de ocho pisos vivía su familia: María Victoria Henao, su esposa, y sus dos hijos, Juan Pablo y Manuela, además de los colaboradores más cercanos. Como todo lo que giró en torno a la historia de Pablo Escobar, el Mónaco se convirtió en un centro turístico. Hasta allí llegan cientos de personas a sacarse fotos.
La piscina era un espejo de agua. Rodeada de altísimas palmeras Cunnighamiana Seafortia, esa especie tan característica de Miami. Al costado de la pileta, se levantaba la cancha de básquet. Pintada de verde inglés y delimitada con una precisión profesional, Pablo Emilio Escobar Gaviria cuando podía, ensayaba unos tiros al aro. En el fondo, sobresalía la imponente antena parabólica, un adelanto tecnológico para la época. Además, atesoraba su colección de cuarenta autos, entre ellos una limousina Mercedes Benz y varias obras de arte.
Entrar al Mónaco genera ansiedad y una sensación de estar haciendo algo prohibido: como cuando de niña le revisaba el cajón secreto a mi hermano.
Hasta 2010 funcionó la Dirección Administrativa y Financiera de la Fiscalía Seccional Antioquia. Setenta empleados trabajan dentro de esos 8000 metros cuadrados. Ahora, en turnos rotativos, el Mónaco es custodiado por un cabo de la Policía Nacional. Pero está deshabitado y abandonado.
Entonces, el verde de la cancha es marrón verdoso y está cubierto por un manto de hojas secas y de yuyos que aprovecharon las ranuras que dejó el cemento y brotaron. Dentro de la pileta, sobre el agua podrida, flotan jirones de hojarasca de las palmeras. Con el paso del tiempo el óxido avanzó hasta carcomer los fierros.
Está prohibido ingresar. Para hacerlo hay que tener suerte. Eso pasó y la reja blanca se abrió lo justo y necesario para que entrara mi cuerpo de costado. La maniobra tiene que ser rápida: si algún vecino sospecha que dentro del Mónaco hay extraños llamará al cuartel y en un par de segundos habrá que salir. Disponemos de diez, o quince minutos. Entonces comienza una carrera desenfrenada, como si en un supermercado sonara una chicharra y anunciaran «llevate todo lo que quieras en quince minutos».
La rampa de baldosones blancos lleva al pallier del edificio. Impacta la estatua de hierro, de unos diez metros de largo, empotrada a la pared. Llamada «La Familia», la obra es del artista colombiano Rodrigo Arenas Betancur. Por las ventanas de los baños se ve la majestuosa escultura. Es inevitable no imaginarse a Pablo Escobar mirándola mientras hacía pis. En el pallier hay dos ascensores con las puertas abiertas. No funcionan; los espejos de ambas cabinas tienen capas de tierra, en uno alguien escribió «Pablo vive». Las paredes y techo están cubiertas de hollín, hay marcas de manos, como manotazos desesperados. También hay escombros, puertas rotas, escritorios de madera cubiertos de polvo.
Entrar al Mónaco genera ansiedad y una sensación de estar haciendo algo prohibido: como cuando de niña le revisaba el cajón secreto a mi hermano y mientras lo hacía miraba para atrás por miedo a que me descubrieran. A la vez genera unas ganas desenfrenadas de recorrer cada habitación. Agacharse al pasar por los ventanales por miedo a que algún vecino de un edificio contiguo vea movimientos extraños. Mientras avanzamos dentro del edificio es inevitable no recrear escenas: Pablo Escobar en una reunión con sus sicarios, Pablo Escobar anotando en su libreta el nombre de su próxima víctima, Pablo Escobar almorzando una bandeja paisa, jugando con sus hijos, teniendo sexo con su esposa.
Los ocho pisos tiene la misma disposición. En los pisos inferiores estaban los colaboradores y su grupo de sicarios. En un cuarto, apenas iluminado, hay una hoja blanca pegada a la pared con cinta adhesiva, con fibrón negro dice “SE HONESTO”. Para llegar a la sala de máquinas, hay que bajar a un subsuelo. Apenas se ilumina con la pantalla del celular. En los últimos dos pisos vivían la esposa y los dos hijos de Pablo Escobar. Allí cambia el aspecto, tiene toques de lujo como las escaleras de madera, los toques de mármol en el piso del baño. La habitación principal tiene los pisos con alfombra color marrón chocolate y un enorme ventanal con vista panorámica a la ciudad. Y una bóveda del tamaño de una pequeña habitación de 2,5 por tres metros.
Tiene una doble puerta metálica, la primera con clave de seguridad y la segunda con chapa. La terraza tiene vista a los cuatro puntos cardinales del Valle del Aburrá. Cada movimiento de Pablo Escobar tenía un por qué. El edificio Mónaco lo construyó justo enfrente del Club Campestre, ese selecto lugar al que no había podido acceder porque las autoridades lo consideraban persona no grata. Entonces, desde los ventanales de su cuarto miraba la piscina, las canchas de golf, tenis, squash y observada todos los movimientos de los socios que le habían prohibido su entrada.
El final de la recorrida termina en el garage. Una playa de estacionamiento como si fuese la de un shopping. Allí Pablo Emilio Escobar Gaviria guardaba su flota de autos y motos. Y también allí estaban los calabozos. Celdas pequeñas. Es inevitable recrear escenas. Hace frío. Mucho.
El atentado: 70 kilos de dinamita
El Mónaco fue escenario del primer atentado que sufrió Pablo Escobar. La madrugada del 13 de enero de 1988, tres hombres estacionaron un auto en la puerta del edificio. Con la agilidad de un gato escaparon corriendo. Cuando los custodios de Pablo Escobar se acercaron al coche los 70 kilos de dinamita explotaron. Una de las hipótesis le atribuyó el atentado al Cartel de Cali. Escobar no se encontraba en el momento del estallido, se había ido antes del amanecer acompañado por sus colaboradores.
Dentro del Mónaco sólo estaban su esposa, sus dos hijos, y cuatro empleados. A Manuela, la hija menor, se le cayó una viga sobre su cuerpo y le afectó la audición de uno de sus oídos. El atentado causó destrozos a diez cuadras a la redonda. Tres personas murieron y varias resultaron heridas. «Medellín despertó como Beirut» y «Sería vendetta entre narcotraficantes», fueron los titulares de los principales diarios. Los vecinos del barrio Santa María de Los Ángeles no sabían que en esa torre de hormigón vivía el criminal más temido de la historia colombiana.
En 1999 el gobierno de Colombia ganó una batalla judicial a los herederos del palacio y logró expropiar el edificio.
Originalmente publicado enabril 7, 2014 @ 12:33 pm