“Reina de la coca” murió como vivió: a bala

LUNES, 10 DE SEPTIEMBRE DE 2012 07:48

ESCRITO POR NOTILLANO

2012-09-10.Griselda Blanco, una de las fundadoras del negocio de las drogas y del Cartel de Medellín, llevó una vida de película, llena de crimen, vicio y lujos.

Ocho hombres jóvenes cargaron en hombros el ataúd de Griselda Blanco desde el altar del templo de Jardines Montesacro hasta el sitio del campo donde sería sepultada. Muchachos vestidos con bluyines, largas camisas negras y tenis, y rapados como soldados. Algunos con su cabeza cubierta con cachucha y gafas negras para ocultar sus ojos llorosos.

Eran parientes y amigos de la “Reina de la Cocaína”, vecinos del Barrio Antioquia. “¡La buena, tía! ¡La buena!”, decían mientras atravesaban el campo sembrado de lápidas. Uno de ellos golpeaba, como si fuera un tambor, el ataúd dorado y metálico. Quería despertar a la mujer que yacía dentro. Esa, a la que llamaban “tía”, de un metro y medio de estatura, 75 kilos de peso, tez trigueña y cara interminable, que tartamudeaba al hablar. La mujer que había nacido en un barrio marginal de Santa Marta, el 15 de febrero de 1943 y cerró su vida el 3 de septiembre de 2012, al salir de una carnicería de Belén, tras pagar 300 mil pesos en carne.

Después de caminar 100 pasos, se detuvieron ante los músicos de un mariachi, quienes tenían tras de sí la fosa abierta. Sin esperar que algunas personas acabaran de llegar, hicieron sonar guitarras, trompetas y violín para entonar Amor eterno, canción en cuya letra cambiaron la palabra Acapulco por “este punto”.

Eran los últimos minutos de luz de un día soleado. Volaron alcaravanes emitiendo su sonido. Empleados de la funeraria San Vicente alistaron el soporte de ruedas para descargar el féretro, pero uno de los muchachos ordenó: “cuando se acabe este disco, la descargamos”.

Decenas de adolescentes deambulaban por el camposanto. Uno de ellos tenía en la mano una garrafa de aguardiente casi vacía. Mientras escuchaban el mariachi -“te quiero, lo digo como un lamento, como un quejido que el viento se lleva por donde quiera”-, como corresponde en estos momentos en que destacan lo bueno, nadie parecía recordar que esa “tía” era reconocida por el resto de la humanidad como una de las pioneras del negocio del narcotráfico, sindicada de más de 240 crímenes, entre ellos, los de tres de sus esposos.

Ni siquiera los más viejos de la familia -a uno de ellos, dueño de generosa panza, tocado con boina vasca y bastón, le pusieron silla de plástico en media manga para que aguantara sentado la serenata-, tenían en cuenta que ella, siendo apenas una niña, ayudaba a la subsistencia doméstica con pequeños robos de carteras. Y que, venida a Medellín con su madre, Ana, mujer prostituta, alcohólica y drogadicta, había sido víctima de abuso sexual por parte de padrastros temporales. La prostitución no le resultó extraña.

¿Habría recordado alguno, mientras lagrimeaba oyendo al vocalista cantar “eres mi hermano del alma, realmente el amigo”, que a los 11 años, ya en el barrio Antioquia de Medellín, en compañía de amigos, perpetró el secuestro de un niño de 10 años por quien pediría rescate? ¿Y que en vez de eso le propinó un tiro entre las cejas, azuzada por sus pequeños compinches? Dicen que así incursionó esta mujer en el crimen y fue formando cayo en su espíritu.

Una niña gritaba: “¡mi abuelita!”. Seguramente nadie, mientras la escuchaba, recordó que esa mujer, a los 13 años, se enamoró de Carlos Trujillo, alias “Pestañitas”, delincuente dedicado a la falsificación de documentos para viajeros a Estados Unidos.

Eran tiempos en los cuales en Medellín había Consulado de ese país, ubicado en un edificio de Junín con La Playa.Pero se movían tanto las oficinas piratas que, al decir de personas cercanas a los mafiosos de esa época, más que el consulado, “parecían sucursales de la Embajada, por la cantidad de personas a las que les concedían visa y pasaporte”.

Con Trujillo tuvo tres hijos: Dixon, Uber Sneider y Osvaldo. Algunos afirman que ella mató a Carlos Trujillo, a comienzos de los años 70 por líos de negocios.

A LAS DROGAS

Fue con el siguiente marido, Alberto Bravo, que Griselda comenzó a traficar con cocaína. Cuando descubrió que este negocio era tan lucrativo cerró su “embajada”. La pareja viajó a Estados Unidos, se estableció en Queens y pronto convirtió la Gran Manzana en una capital de vicio.

Al principio, ella contrató muchachas en Colombia para que llevaran pequeñas cantidades de cocaína, pero a mediados de ese decenio ya contrataba a pilotos para llevar sus avionetas cargadas con grandes cargas de droga.

Fabio Castillo, en su libro Los jinetes de la cocaína, de 1987, solo la menciona dos veces y en el mismo párrafo: “el juez John Canella condenó a Francisco Adriano Armedo Sarmiento, Edgar Restrepo Botero, León Vélez y los hermanos Libardo y Carmen Gil, quienes trabajaban para esta organización (la del “Padrino” Alfredo Gómez López), que las autoridades norteamericanas creían dirigida por Griselda Blanco y los hermanos Carlos y Alberto Bravo.

El 15 de junio de 1977 fue asesinado en Nueva York Luis Carlos Gaviria Ochoa, el esposo de Martha Ligia Cardona, quien, como Griselda Blanco, tenía en realidad como función crear los mecanismos para lavar los dólares obtenidos en el tráfico de narcóticos en la red de Gómez López y Jaime Cardona Vargas” (pág. 53). Pero se sabe, que su función no era tan leve. Ella le enseñó a Pablo Escobar a traficar con droga, cuando, a comienzos de los 70, él se reunió con ella en Estados Unidos, con la intención de cambiar su negocio de jalador de carros por el de las drogas. Griselda le recibía cargamentos que él mandaba de Colombia.

DE NUEVA YORK A MIAMI

Concentrados en el ritual fúnebre, a nadie se le pasaría por la cabeza que esta mujer, quien siempre estaba pensando en guerra aunque no hubiera zozobra, era tan escurridiza que vino a recibir los primeros cargos por narcotráfico en abril de 1975, en la operación Ban Shee, realizada por la Policía de Nueva York y la DEA. Pero no la agarraron.

Ella vino unos días a Bogotá y, según cuentan, llegó a bordo de una limusina a reunirse con su esposo, Alberto Bravo, en un parqueadero y, tras reclamarle que la engañaba en temas de dinero, y oír que él la acusaba de autodenominarse “Madrina” para imponer respeto entre sus secuaces, lo mató. Ella quedó herida en el estómago, aunque se recuperó pronto.

Delinquió en Nueva York hasta 1978. Luego, se trasladó a Miami y allí floreció su imperio. El negocio era de cubanos, pero no estaba en su naturaleza partir ganancias con nadie. Así que, con su guardaespaldas, Jorge “Rivi” Ayala , fue eliminando a sus rivales. Rápido, distribuyendo las toneladas de cocaína que recibía por semana de Escobar y otros proveedores, se situó entre las 10 personas más ricas del mundo: su fortuna se calculó en 500 millones de dólares.

Llevaba una vida ostentosa, envidia de otros narcotraficantes. Poseía un penthouse en Bahía Biscayne y una mansión en la Capital del Sol. Tenía 300 pares de zapatos en su guardarropas; tomaba té en una vajilla de porcelana que perteneció a la reina Isabel II de Gran Bretaña; adquirió joyas, entre ellas un diamante rosado de 25,78 kilates, que fue de la leyenda argentina Evita Perón. Hacía fiestas y orgías con droga, licor y desnudistas que satisfacían a todos, incluso a ella: le gustaban los hombres y las mujeres.

Fue por esta época que, con su tercer esposo, Darío Sepúlveda, tuvo un hijo: Michael Corleone, quien sería asesinado por sicarios de Pablo Escobar, quien se convirtió en enemigo suyo por un dinero que, al parecer, ella le quedó debiendo. Además de traficar con droga, aseguran las autoridades norteamericanas, ayudó a convertir a Miami en una de las ciudades más violentas del mundo.

Y los crímenes que le imputan no eran simples. Instruía a sus sicarios para que no dejaran vivo a ningún testigo potencial. Delincuentes a quienes capturaron, en la fase de delación para rebaja de penas, comentaban que tenía sangre fría y mataba cuando se sentía estafada o se demoraban en pagarle una deuda. Un día, por una cuenta, mató al deudor y después entró a la casa de uno de sus trabajadores. Este contó después que su esposa estaba cocinando.

La Reina de la Cocaína, al percibir el olor de la cocina, dijo: “adoro el pescado”. Comió con ellos y, mientras degustaba su comida, les contó cómo habían matado al timador: “sí, le disparé”. Dijo que su compinche, “Cumbamba”, lo despedazó, “lo puso en una caja y lo envolvió para regalo con un moño, y lo dejamos a unas cuantas cuadras de aquí, en la autopista”.

Seguro que el vecino que echó las primeras paladas de tierra sobre el ataúd, ya situado en lo hondo de la fosa, no pensó que a mediados de los 80, además de huir de las autoridades, Griselda Blanco tuvo que hacerlo también de un sobrino de Alberto Bravo, Jaime, quien se enteró de que ella había matado a su tío. Se fue a California. Vivió con su mamá en una casa sencilla de Irvine. En la madrugada del 10 de febrero de 1985, la DEA rodeó la vivienda y, mientras dormía, la capturó. Bob Palombo, agente que la persiguió desde los tiempos de Nueva York, al tenerla frente a él, la besó en la mejilla: había prometido a sus compañeros que el día en que la capturaran, él sellaría el acto con un beso.

De los 20 años de sentencia, pagó 18. Antes de la mitad de 2004, fue deportada a Colombia y desde entonces vivió en la clandestinidad. El coronel Mauricio Cartagena, subcomandante de la Policía Metropolitana de Medellín, dice que no dejó deudas pendientes con la justicia colombiana. Vivía en El Poblado, pero se mantenía en Barrio Antioquia, donde se sentía segura.

En los registros de la Scotlan Yard en Londres, Griselda aparece como pionera del narcotrfáfico en el Reino Unido y su sicariato fue inspiración de los gasters ingleses.

“¡Te queremos, Griselda, te queremos!”, coreó el centenar de asistentes al sepelio, entre quienes estaba Uber Sneider. Tristes y con pasos lentos todos abandonaron el cementerio. El último en salir fue el hombre que tamborileó con el ataúd de la “tía”.

Publicada por

COLPRENSA, EL COLOMBIANO

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